Editorial
Finalmente, el rompecabezas de la pandemia de sida
se ha completado. Hacía falta la pieza clave que explicara su veloz
expansión por todo el orbe en tan sólo unos cuantos años.
La pregunta del porqué se propagó de manera tan explosiva
un virus que no es contagioso como los virus de la gripe, y que para su
transmisión necesita de un vehículo conductor no había
sido satisfactoriamente respondida. El hecho de que la vía sexual
sea la forma de transmisión más común del virus no
explica el inicio tan expansivo de la pandemia. Sobre todo porque esa vía
no es un mecanismo de transmisión tan eficaz como la vía
sanguínea.
Si bien se ha documentado profusamente el papel de las
transfusiones y en general de la transmisión sanguínea del
VIH en su diseminación, existe un factor en el que no se ha insistido
mucho y que, presumiblemente, se ha tratado de ocultar.
La explicación que ofrece la doctora Patricia Volkow
sobre el papel jugado por el comercio internacional del plasma, y en particular
de los centros de plasmaféresis privados, en la diseminación
del virus por el mundo y su introducción en determinadas poblaciones
suena muy convincente. Los lugares más afectados del planeta coinciden
con aquellos donde se establecieron estos centros de recolección
de sangre pagada donde, a su vez, fueron infectados la mayoría de
los donadores de plasma remunerados y, como una reacción en cadena,
los receptores de ese plasma contaminado, y en otro eslabón de la
misma cadena, sus parejas sexuales.
Los intereses millonarios de la pujante industria fraccionadora
de plasma se impusieron en muchos países y esos centros continuaron
abiertos o se abrieron en otros lugares sin la adecuada supervisión.
Por ello, la recomendación de la Organización Mundial de
la Salud, expresada el pasado 13 de junio, de recolectar sangre y plasma
sólo de donantes voluntarios y no remunerados para garantizar su
seguridad, debiera ser atendida de inmediato. |