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México D.F. Miércoles 23 de junio de 2004

Luis Linares Zapata

Embajadora incómoda

Doña Cristina Barrios no resistió la presión ejercida por algunos sin duda prominentes miembros de la colonia española y, saliéndose de los cauces diplomáticos formales, fue a meterse de lleno en la feroz lucha que sostienen Fox y López Obrador. El revuelo causado por su presencia en la Secretaría de Gobernación y sus posteriores declaraciones a la prensa no podía pasa inadvertido, menos aún sin una ríspida respuesta. Cinco ciudadanos españoles asesinados en meses recientes en la ciudad de México, todos ellos por la causal del secuestro, no eran un asunto menor. La reacción no se hizo esperar. El procurador Bátiz, en atento y respetuoso mensaje, niega los hechos. Reconoce que los dos jóvenes Gutiérrez, sacrificados por sus captores, podrían contar con la doble nacionalidad pero, para la autoridad, eran mexicanos. De los tres restantes no se tenía registro, tanto del secuestro como del presumido desenlace fatal. Pero bien podrían tales personas haber sido, en efecto, secuestradas, pues muchos de esos delitos no son reportados a las autoridades. Las muertes, por el contrario, dejan obligados registros formales. Con base en estos detalles fue que López Obrador entró a escena. Sus palabras, por más que intentó matizarlas y bajar el tono de su reproche, circularon para espanto de timoratos, enojo de rivales, escándalo de críticos, sonrisas nerviosas de asesores e incomodidad de no pocos de sus simpatizantes y partidarios.

El jefe de Gobierno extendía, al calificar de deshonesta a la embajadora, sus discordias de manera harto peligrosa. Implicar falsedad en las afirmaciones de una representante del gobierno español no es algo que pueda procesarse con normalidad por cualquiera audiencia, aun aquellas que pueden tener inclinaciones a respaldar sus posiciones. Pero los acontecimientos posteriores han situado el incidente en una más justa dimensión. Para empezar, nada tenía que hacer la embajadora en los medios de comunicación para trasmitir la alarma que, sin duda, cunde entre la comunidad que quiso representar. Mucho menos portar los nombres de ciudadanos mexicanos que, ya sea como naturalizados o por nacimiento, eran, en efecto, mexicanos. Si los amigos o familiares de los asesinados recurrieron a la ayuda de una representante de gobierno extranjero es un hecho reprochable, aunque fuera explicado por la impotencia, el dolor sufrido ante el crimen, la desconfianza o la ineficacia de las policías en su combate.

La batalla por la verdad pública, parte del encarnizado pleito con miras al 2006, no admite cuarteaduras, penas o pausas. Es necesario que los interesados en encauzarla de acuerdo con sus visiones y deseos transmitan, con la vehemencia suficiente, sus posturas a sabiendas de que, en el proceso, habrá ofendidos que, con seguridad, desertarán de su bando; heridas difíciles de restañar, o desconfianzas que se resistirán al olvido. Pero ello no puede alzarse como obstáculo infranqueable en una concepción que dicta cuidados extremos para minimizar daños colaterales, prudencias que, cuando se exageran, nublan el entendimiento, finuras que deforman realidades donde lo requerido son deslindes y diferencias para zanjar la dureza de la realidad.

El ataque que el Ejecutivo federal ha desatado en contra del tabasqueño que fue elegido para gobernar el Distrito Federal ha sido dilatado y demoledor. Lo ha situado a las puertas de ser depuesto de su encargo y, después, se intenta meterlo a la cárcel para inhabilitarlo. Saben Fox y sus aliados que López Obrador es un innegable, adelantado prospecto para llegar a la Presidencia de la República, un apreciado derecho de cualquier político. Y esto forma, en efecto, el meollo de la disputa. Las respuestas que el jefe de Gobierno del DF ha ido articulando a lo largo de estos meses de desavenencias abarcan una variedad de tópicos e intensidades. Incluyen datos precisos sobre la posesión de predios, razones legales argüidas y otras muchas todavía por despejar, repetitivas denuncias de autorías solapadas, inducción dolosa de datos sin soporte debido, lenta investigación de hechos ocultos y donde los calificativos, juicios de valor y las denuncias de intenciones desviadas o perversas no pueden faltar. La lucha ha sido cruenta. La imagen de la política y de los políticos ha sufrido grave deterioro y los momentos de desconcierto, enojo y agravio a la sociedad no han terminado.

En este ambiente fue a meterse la embajadora en defensa de una comunidad que se siente indefensa, insegura y ofendida pero que sobredimensionó su dolor y desamparo. Doña Cristina no usó la ruta adecuada ni, tampoco, precisó, con nombres y particularidades, la historia que fue, de manera confusa e impropia, a denunciar ante la puerta equivocada. Así, el gobierno de Rodríguez Zapatero ha sido puesto en una más que difícil situación y las consecuencias las habrá de padecer la diplomática en el futuro cercano de su carrera pues no quedó bien con ninguna de las partes en conflicto. La cancillería no tardó en recriminarle el no uso de los canales establecidos y el Gobierno del Distrito Federal le melló su imagen de respetada funcionaria porque López Obrador ha pintado, se quiera o no, se comparta o no, pero con la debida energía, su raya, y cruzarla tiene un costo, tanto para él como para los que se la manosean.

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