México D.F. Lunes 21 de junio de 2004
José Cueli
El "no sé qué" del toreo
Los "ancianos cabales" sin toreo nos resignamos a esperar la lamentable pérdida en la última página de los periódicos. La religión, el amor, la muerte la industrializan y el toreo ve agotado el "no sé qué" de su poesía. La ciudad se estremece y delira secuestrada por hilos invisibles. El toreo sale expulsado al campo que aún no se falsifica bastante bien. El viento en la cara no es producto industrial; el sol dora las nubes sin cobrar; las fuentes corren a su antojo; las montañas son auténticas; el árbol dará sombra siempre; en las noches el cielo celebra fastuosas veladas siderales y no paga impuestos, y aún quedan toros encastados no manipulados por el hombre.
La fiesta brava no resiste su industrialización. Toros, toreros y público uniformados en la contemplación de faenas interminables a toros amaestrados genéticamente. La relación toro-torero sin pizca de poesía pierde su acento personal. El espectáculo se vuelve un centro de reunión en la megápolis, en que poco importa la vivencia de la emoción vida-muerte transformada en belleza.
Los grandes del toreo han confesado de formas diversas que en ellos la necesidad de torear prescinde del público e incluso sus momentos estelares de expresión estética se han dado muchas veces en el regocijo de la placita de tientas en la ganadería, o en unas verónicas a campo abierto en las noches de luna. En ese escenario el aficionado gozador de una media verónica siente el lance como dado para él solo.
En rigor el goce del toreo es fundamentalmente individual. Rafael de Paula, el torero gitano, pedía silencio en sus grandes faenas con la magia de su torear. El aficionado sentía la ilusión de hallarse en relación directa, minoritaria con el toreo y surgía la poesía: la música callada del toreo que le llamó José Bergamín en célebre libro. La industrialización de la fiesta brava día a día acaba con ella y se refugia en el campo o en las placitas de las afueras de la ciudad, como reseña en estas páginas Leonardo Páez. En estas pequeñas plazas provincianas el toreo, que se muere, respira y resucita.
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