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México D.F. Domingo 13 de junio de 2004

Carlos Bonfil

Festival de cine canadiense

Este año la edición del festival de cine canadiense que presentan la Cineteca Nacional y Cinemex Masaryk reunió 20 largometrajes divididos en dos secciones, de 10 cintas cada una: una retrospectiva, de 1971 a 1997, con cintas tan notables como Mi tío Antonio, de Claude Jutra; Léolo, de Jean Claude Lauzon; Kissed, de Lynne Stopewich, y El jardín colgante, de Thom Fitzgerald, entre otras, y una selección de películas muy recientes, casi todas de 2003, entre las que destacan La canción más triste del mundo, de Guy Maddin; Angeles caídos, de Scott Smith; La corporación, de Mark Achbar y Jennifer Abbott (co realizador el primero del estupendo documental Manufacturing consent: Noam Chomsky and the media, de 1992); Un problema con el miedo, de Gary Burns y Donna Brunsdale; Gaz bar blues, de Louis Bélanger (talentoso director de la muy necrofílica Post-mortem, 1999), y La república del amor, de Deepa Mehta, directora hindú residente en Toronto, cuya cinta Fire tuvo problemas con la censura de su país, y el incendio de una sala, por su manera de abordar el amor lésbico. El festival exhibe otros cuatro filmes, La turbulencia de los sentidos, de Manon Briand; Flower y Garnett, de Keith Berman; El evangelio según Juan, de Philip Saville, y La gran seducción, de Jean Francois Pouliot. Este último título, gran éxito de taquilla en Canadá.

El cine canadiense, con su formidable variedad de voces regionales, cine francófono de Québec, de lengua inglesa en Winnipeg, Columbia Británica, Ontario, y demás provincias, presenta un escaparate inusual de multiculturalismo y vitalidad creadora, con el apoyo de organismos gubernamentales y de televisoras locales. Hay en las exhibiciones anuales de este festival en México, diversidad cultural y lingüística, desenfado en el tratamiento de temas políticos y sexuales, búsquedas estéticas muy originales, y la presencia puntual de cineastas indispensables: Cronenberg, Egoyan, Maddin.

La mayor sorpresa este año fue sin duda la proyección de La canción más triste del mundo (The saddest song in the world), de Guy Maddin, realizador independiente de Winnipeg, cuyo Drácula, páginas del diario de una virgen fue exhibido el año pasado en el Foro de la Cineteca. La novedad de su lenguaje fílmico, gozosamente anacrónico, esteta a rabiar, provocador en cada fotograma, estilista consumado en el manejo del sonido y la fotografía, fascinó a muchos cinéfilos e irritó a otros espectadores para quienes la obligación de conectar con un filme plagado de guiños y referencias culturales (pictóricas, musicales, cinematográficas), resultó francamente inhibidora.

El efecto de su cinta más reciente es todavía mayor. El argumento es caprichoso y absurdo: en 1933, en Winnipeg, en plena depresión económica, una baronesa fabricante de cerveza (Isabella Rossellini) convoca a un concurso para elegir la canción más triste del mundo. Compiten México, Canadá, Escocia, Estados Unidos, aunque hay también participantes siameses, "a quienes nadie puede vencer por su dignidad, por sus mellizos y sus gatos". El premio es de 25 mil dólares, y la película describe humorísticamente las peripecias del concurso.

Lo fascinante no es esta trama insulsa, sino cómo a partir de dicho pretexto, Maddin elabora un tejido visual y sonoro de franca evocación nostálgica. En escenografías que sugieren lo mismo el delirio expresionista de El gabinete del doctor Caligari que el clima onírico de los filmes de Joseph Von Sternberg, en particular La emperatriz escarlata, se suceden coreografías fantasiosas, a lo Busby Berkeley, con apuntes irónicos próximos a la comedia sofisticada de Lubitsch. Intentar entender la perspectiva e intención de esta historia es frustrarse en lo esencial, en el disfrute visual de una cinta original, irrepetible, y su caleidoscopio infatigable que alterna el blanco negro y diversas tonalidades cromáticas, y su increíble estilización del sonido -manipulado, caprichoso, provocador en sus artificios. Una actriz, la portuguesa María de Medeiros ensaya el glamur de Marlene Dietrich; Isabella Rossellini lo procura también, con sus hermosas piernas falsas, hechas de vidrio y rellenas de la mejor cerveza local. Una fantasía delirante que es, al mismo tiempo, sátira de la prepotencia estadunidense y homenaje a las mitologías hollywoodenses. Tributo al cine de los años 30, el de aquellos exiliados europeos que revitalizaron la creación artística. Una versión barroca del sueño de los hermanos Taviani en Buenos días Babilonia, con la irreverencia estética de uno de los mejores realizadores canadienses. El festival de cine canadiense sigue exhibiéndose esta semana. Es de esperar que sus mejores sorpresas encuentren un distribuidor sensible o un refugio perdurable en nuestras instituciones de difusión fílmica.

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