Leonardo Garcia Tsao

Conclusiones de Cannes 2004

Obviamente no fui la única voz discrepante con el Palmarés de Cannes. El domingo pasado, en la rueda de prensa ofrecida por el jurado oficial, muchos periodistas criticaron las decisiones ante una actitud defensiva del presidente Quentin Tarantino y sus compañeros, las actrices Emmanuélle Beart, Tilda Swinton, Kathleen Turner, los realizadores Tsui Hark y Jerry Schatzberg, la escritora estadunidense Edwidge Danticat, el actor belga Benoît Poelvoorde y el crítico finlandés Peter Von Bagh. El primero incluso se ponía petulante cuando se cuestionaba algún premio en especial.

Asimismo se mencionó la conveniencia política de otorgar la Palma de Oro a Fahrenheit 9/11, de Michael Moore, sobre todo cuando la compañía productora Miramax es la misma que ha cobijado a Tarantino; o la marcada preferencia por el cine asiático, misma que se atribuyó al prognata realizador: Grand Prix para una película coreana, premio del jurado a una tailandesa, premios de actuación para la hongkonesa Maggie Cheung y el niño japonés Yagira Yuuya. (Nada en cambio para Wong Kar-Wai, cuyo 2046 venía precedida del rumor de ser el seguro ganador de la Palma de Oro),

Es cierto que parte del programa oficial parecía diseñado para complacer a Tarantino, pero la estrategia del director artístico Thierry Frémaux se veía más inclinada a un compromiso político con la situación mundial. Sólo así podía explicarse la inclusión de una película tan ingenua como la alemana The Edukators, de Hans Weingartner, por ejemplo. Ya hemos comentado cómo la selección quiso reconciliar, sin lograrlo, la concesión a Hollywood y la apuesta por nuevos realizadores. Si esta venía condicionada más por la pertinencia temática que por la solvencia cinematográfica, el resultado no podía ser satisfactorio.

No obstante, sin intención de jugarle al regionalismo, se debe reconocer la aportación latinoamericana al festival. No fue la primera vez que figuraron varios títulos de Latinoamérica en Cannes, como afirmaba Alfonso Cuarón en sus declaraciones, pero sí fue notable su uniforme calidad. No vi Los muertos, realización minimalista del argentino Lisandro Alonso, pero todas las otras películas -Crónicas, del ecuatoriano Salvador Cordero; Diarios de motocicleta, del brasileño Walter Salles; Machuca, del chileno Andrés Wood; La niña santa, de la argentina Lucrecia Martel; el documental Salvador Allende, del chileno Patricio Guzmán; Temporada de patos, del mexicano Fernando Eimbcke, y Whisky, de los uruguayos Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll- eran, con frecuencia, lo mejor del día en un festival signado por la mediocridad.

Al margen de que muchos seleccionadores siguen favoreciendo cinematografías igual de tercermundistas pero más exóticas, como la asiática y la iraní, sin que el producto parezca justificarlo del todo, el cine latinoamericano se ganó su lugar en Cannes este año. Y sí, a la eficacia formal de las películas podía añadirse su aspecto político: las dos cintas chilenas aludían al golpe de estado de 1973, la de Salles retrataba la juventud del Che Guevara, mientras las otras también hablaban de su realidad desde una perspectiva crítica, de una forma u otra. (El hecho que Temporada de patos transcurra en un departamento de Tlatelolco establece en sí un subtexto significativo).

Si bien Arturo Ripstein ha sido una presencia constante en Cannes y aquí mismo iniciaron su exitosa carrera internacional títulos mexicanos como Amores perros, Cronos o Danzón, por mencionar unos cuantos, no se había visto una continuidad en el interés. Tal vez la nueva política del festival sea un cambio bienvenido en ese sentido. Ya es hora de que el cine latinoamericano vuelve a ponerse de moda.

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