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México D.F. Domingo 23 de mayo de 2004
Carlos Bonfil
Despidiendo mi vida
Una década después del brote y primera expansión de la epidemia del sida, el cine estadunidense propuso la primera respuesta comunitaria gay del fenómeno en Juntos para siempre (Longtime companion, 1990), de Norman René. Ya no la melodramática confrontación familiar de las primeras versiones televisivas (An early frost), ni las muy rescatables vivencias individuales o de pareja (Parting glances), accesibles en México sólo en video, sino una reflexión sobre el impacto del padecimiento visto desde la comunidad gay neoyorquina en 1981: miedos, estigma, desazón frente a una realidad difícil de asimilar. Dos décadas después, y con la revolución de las nuevas terapias que prolongan la vida de los afectados y hacen del sida un padecimiento crónico, el cine ha empezado a modificar su valoración del asunto, aunque de modo demasiado lento. Subsisten todavía algunas visiones catastrofistas y también melodramas con regaño adjunto. El cine estadunidense ha incurrido innumerables veces en el sentimentalismo al abordar el tema, pero ha puesto también de manifiesto la persistencia de la homofobia (miedo y desprecio irracional al homosexual), en Filadelfia (Demme, 1993), y, más recientemente, la existencia de algunas realidades inquietantes, como las redes semiclandestinas de personas que deliberadamente buscan infectarse con el virus del sida, el repunte de la promiscuidad en las llamadas fiestas de circuito (raves en los que se practica masivamente el sexo desprotegido), y de modo más soterrado, los "acontecimientos" (events), fiestas de despedida para enfermos terminales que deciden poner fin a sus días con la ayuda de personal médico solidario, de amigos y familiares. Esto último como un desafío a la prohibición jurídica y religiosa de la eutanasia.
La cinta más reciente de Thom Fitzgerald se titula precisamente The event, y en español Despidiendo mi vida, y describe la investigación policíaca en torno a la muerte del judío neoyorquino Matt Shapiro (Don McKellar), enfermo de sida, resistente a todas las terapias existentes, quien pudo haberse suicidado o ser asistido en su muerte por amigos y parientes. Un caso más en una serie de decesos similares registrados entre el año 2000 y el 2001 en el barrio de Chelsea. El también realizador de El jardín colgante (1997), exhibida por el Festival Mix en sus inicios, elige narrar retrospectivamente el caso de Matt, a partir de las declaraciones judiciales de personajes cercanos a él, sospechosos todos del delito de eutanasia.
En su postura liberal, el cineasta, respetuoso de la voluntad del paciente de terminar prematuramente sus días, a la manera de Las invasiones bárbaras, del canadiense Denys Arcand, maneja varios niveles: un medio judicial insensible, con una villana poco convincente, la abogada Nick Devivo (Parker Possey); el grupo de amigos de Matt, una ronda de estereotipos de gays urbanos clase media; y una familia impecable en su abnegación y solidaridad activa -madre y hermana se vuelven a la postre activistas antisida en las calles de Nueva York. El buen propósito del cineasta es encomiable, aunque no tanto los recursos dramáticos que le permiten expresarlo. Su visión del padecimiento es poco consistente. Alimenta la noción del sida como sentencia de muerte inmediata, sin proporcionar al espectador mayores datos sobre la vida de Matt anterior a su categoría de enfermo condenado, y sus esfuerzos terapéuticos en una época de supervivencias largas. Sorprende entonces en esta visión pesimista y parca, la vitalidad del protagonista, su aspecto siempre saludable, y su profundo malestar, más existencial que físico (como en La vida sin mí, de Isabel Coixet). El tema central sería así la eutanasia y sus dilemas morales, y no tanto el sida, pretexto analizado sin mayor convicción o sustancia. En algún momento los guionistas ensayan el humor negro, pero no consiguen sostener dicho intento en una trama encaminada a un desenlace de solemnidad inevitable, generador de llanto o de nudos en la garganta. Actores estupendos como el favorito de Atom Egoyan, Don McKellar (Matt), o Sarah Polley (protagonista también del filme de Coixet) u Olympia Dukakis (aquí sobresaliente), deben navegar a contracorriente de un guión sin el vigor y la complejidad que requería el tema, un guión atento a seguir laboriosamente los pormenores de la investigación judicial en detrimento de una mayor construcción de los personajes y sus evoluciones afectivas. Pese a estas limitaciones, la cinta vale por la calidad y sobriedad de actuaciones que evitan siempre la caída melodramática, y por su defensa franca del derecho a la eutanasia. Irónicamente, la atención del director y guionistas parece concentrarse más en el sufrimiento de la madre, que en el padecimiento de su hijo enfermo de sida. Olympia Dukakis se roba en efecto la cinta, y de paso adopta, con respecto al suicidio asistido, el punto de vista del realizador: "En mi mundo, el amor está siempre por encima de la ley". [email protected]
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