México D.F. Domingo 16 de mayo de 2004
MAR DE HISTORIAS
La lengua vencida
Cristina Pacheco
Apartir de las cinco de la tarde se diría que el
pueblo está desierto. No se oyen pasos ni ladridos. Sólo
se escuchan las voces de los ancianos. Se quedan conversando hasta muy
tarde frente a la puerta de Las Tentaciones. La tienda lleva meses cerrada
y no hay esperanzas de que vuelva a funcionar como antes: de siete de la
mañana a nueve de la noche.
Si pudiera hablar su lengua, les preguntaría a
los viejos por qué permanecen horas y horas a la entrada de Las
Tentaciones aguantando el sol o la lluvia, en vez de irse al jardín
o a la antigua estación, donde por lo menos hay bancas.
Herminia era la dueña de la tienda. De un día
para otro se fue a unirse a sus hijos, que viven en Arkansas. Cuando paso
frente a Las Tentaciones y veo su puerta cerrada, me duele que las mercancías
se estén echando a perder, mientras para surtirme de pan, aceite,
fideos y sal tengo que ir a Empalme.
Es el pueblo más cercano. Queda a 11 kilómetros.
Los viejos no resistirían la caminata hasta allá para comprar
sus cervezas. Las que dejó Herminia en el refrigerador deshelado
y mohoso se están amargando inútilmente, sin que los ancianos
puedan beberlas para animar su interminable conversación.
Las noches del pueblo les pertenecen a los grillos. Cantan
muy fuerte y no me dejan dormir. En la madrugada se aquietan y entonces
el silencio me impide cerrar los ojos. Las pocas veces que oigo ruidos
me asomo por la ventana. Nunca veo a nadie. Sé que los viejos están
en sus catres, ejercitándose para el sueño eterno, y no debo
temer que me abandonen.
Tienen que permanecer aquí, todos juntos, porque
no hay en el mundo ningún otro ser que conozca su hermosa lengua
llena de consonantes. Como todos los sordos, los ancianos hablan muy fuerte.
Los oigo desde la escuela. Me desespera no entender ni una sola palabra
y me intriga saber qué se dirán. Tal vez recuerden el tiempo
en que había 14 mil habitantes en el pueblo -ahora sólo permanecemos
aquí ellos y yo- y se celebraban juntas de cabildo y elecciones.
Hay momentos en que la risa de los viejos suena brutal,
descarada, provocativa. Imagino que hablan de mujeres o que se burlan de
mí. Por la forma en que miran hacia la escuela, creo que no me equivoco.
Saben que estoy en el salón y que, a querer o no, tengo que soportar
sus provocaciones.
A veces los viejos lloran en silencio. Será por
la angustia de saber que sus nietos y sus bisnietos se fueron para siempre
sin haber aceptado la herencia de su idioma. Me consta que ninguno de esos
niños quiso aprenderlo porque todos fueron mis alumnos.
Muchas veces, durante la hora de conversación,
les pregunté por qué no les interesaba hablar la lengua de
sus abuelos. Benito Angel fue el único que accedió a responderme:
"No lo necesitamos. Nos hace falta el inglés, para cuando nos vayamos
a Estados Unidos, como los otros".
Cuando los ancianos conversan entusiasmados supongo que
también recuerdan los tiempos en que había una caseta telefónica
y el cartero llegaba a depositar la correspondencia en Las Tentaciones.
Herminia me contó que ponía las cartas sobre la vitrina del
pan y que de allí la tomaban las mujeres -madres, abuelas, hermanas,
esposas, tías, suegras de emigrantes- y se iban corriendo para leerlas
en privado.
Desde que los viejos se quedaron solos, enjaulados en
el idioma que sólo ellos comparten, la caseta fue abandonada y Onésimo,
el cartero, jamás volvió. Lo echo de menos. Me gustaba verlo
sudoroso, aferrado a los manubrios de su bicicleta, lanzando escupitajos
y puntapiés contra los perros.
II
Es demasiado tarde para lamentar no haber aprendido el
idioma de los viejos. De haberlo hecho no me pasaría horas y horas
quebrándome la cabeza para entender, entre otras cosas, por qué
se juntan a las puertas de una tienda abandonada. A lo mejor ellos sienten
la misma curiosidad hacia mí y se preguntan por qué cada
mañana, faltando diez minutos para las ocho, me presento en la escuela.
Entro en el salón de clases, abro las ventanas
y regreso al patio para tocar la campana, aunque sepa que de nada sirve,
que nadie acudirá: en el pueblo no queda un solo niño y dudo
que se presente alguno de Empalme.
Cada mañana, al ver los pupitres vacíos
pienso que debo informar a mis superiores de la situación y solicitarles
mi traslado. Comienzo a redactar el escrito pero nunca voy más allá
del: "Muy apreciable Inspector de Zona". Me cohíbe el pizarrón.
Está a mis espaldas. Aún no me decido a borrar el ejercicio
de ortografía que escribió Angel Benito Choi: mi último
alumno.
Llegué a tener nueve estudiantes: siete niños
y dos niñas. Les daba clases de las ocho de la mañana a la
una de la tarde, pero se concentraban sólo unos cuantos minutos.
Se distraían mirando por la ventana y acabé por cubrirla
con mapas, esquemas y cartillas con hábitos de higiene. La medida
me dio pocos resultados.
En los cuatro años que llevo en el pueblo sólo
una vez recibí la visita de una inspectora. Antes de su llegada
ensayé con los niños el saludo de bienvenida, les puse ejercicios
de aritmética y les pedí que escribieran 50 veces las palabras
en que podían confundir c de cama con la s de sopa;
la b de burro con la v de vaca.
El día de la prueba, al finalizar el examen de
lenguaje y aritmética, la inspectora quiso asegurarse de que los
niños estaban aptos para ascender al siguiente grado. Parece que
la oigo decir: "Ahora quiero que todos me hagan un ejercicio de lectura
en voz alta".
Mis alumnos esperaron a que yo les hiciera una señal.
Al abrir sus libros cayeron los tesoros ocultos entre las páginas:
flores, tréboles de cuatro hojas, arañitas, mariposas disecadas.
Me gustaría saber si alguno de los niños
recuerda con tanta emoción como yo aquella mañana. Lo dudo.
Los últimos que se fueron de aquí estarán muy ocupados
aprendiendo el inglés y un estilo de vida diferente; los que se
fueron de aquí antes, quizás hasta hayan olvidado el nombre
del pueblo.
Me consuelo pensando que cuando hayan transcurrido muchos
años un día, por accidente, tropiecen con el recuerdo y decidan
contarle a sus hijos -en inglés, por supuesto- lo que ocurrió
la mañana en que vino la inspectora.
A lo mejor en ese momento de nostalgia recuerden cómo
era Las Tentaciones y se refieran a la costumbre que tenían sus
abuelos de entrar en la tienda y pedir una ronda de cervezas, seguro de
que Herminia, o alguien de la concurrencia, entendería sus palabras.
He notado que, conforme pasa el tiempo, los ancianos pronuncian
las palabras con más vigor, como si quisieran embriagarse con ellas
antes de morir y perderlas para siempre. De todos, ¿cuál
será el sobreviviente? A quien le toque esa suerte lo imagino ante
la puerta cerrada de Las Tentaciones hablando solo, confundiendo zumbidos
con respuestas.
Desde que llegué al pueblo no he visto morir a
ningún anciano. Tarde o temprano ocurrirá. Entonces, algunos
de sus amigos abrirá la iglesia y tocará la campana del modo
especial con que aquí se anuncia la muerte. Vendrá el cura
de Empalme, y los viejos, con el ataúd a cuestas, lo acompañarán
al cementerio. Cuando el sacerdote termine de rezar en español,
los ancianos gritarán, junto a la fosa, sus oraciones para
que el viajero eterno las escuche y se vaya tranquilo de saber que, aunque
él haya muerto, sigue viviendo su hermoso idioma consonante.
El día en que fallezca el último viejo tendré
que encargarme de los preparativos. Seguiré al sacerdote hasta el
camposanto, donde no habrá quién cante en el idioma del muerto.
Esa señal de que todo terminó acabará con mi esperanza.
Me iré del pueblo, pero antes visitaré la escuela y borraré
del pizarrón la frase que le dicté a mi último alumno,
Angel Benito Choi: "Mi idioma también es mi patria".
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