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México D.F. Domingo 9 de mayo de 2004
Angeles González Gamio
La Aduana Mayor
En varias ocasiones hemos hablado de la majestuosa plaza de Santo Domingo y las joyas arquitectónicas que alberga: el bello templo que la bautiza, el soberbio edificio del antiguo Palacio de la Inquisición y el que alojó la Aduana Mayor, como los más relevantes. De esta última platicaremos en esta crónica, iniciando con la reflexión acerca de lo avezado que fue el primer gobernante al que se le ocurrió establecer impuestos, eficaz manera de conseguir recursos tanto para sostener a la burocracia como para proporcionar servicios públicos, aunque con frecuencia sucede que se usan más para lo primero que para lo segundo. Pero no cabe duda que es el método más socorrido cuando un gobierno se encuentra en dificultades económicas.
Se han dado absurdos como el impuesto que estableció el presidente Santa Anna sobre las ventanas; cabe preguntarse qué les sucedería actualmente a los edificios de fachadas de vidrios. El antecedente en la Nueva España es el que impuso Felipe II para sufragar los gastos militares, que se cobraba sobre las operaciones de compraventa.
Con tal propósito se fundó la aduana en México, en 1574. El entonces virrey, don Martín Henríquez, fue el encargado de emitir el bando respectivo, exentando de pago a los indígenas y los bienes eclesiásticos. Esa primera aduana se instaló en la calle que por tal razón se llamó Aduana Vieja, hoy 5 de Febrero. Al paso de los años ese edificio se tornó viejo e insuficiente, por lo que en 1676 le arrendaron a la marquesa de Villamayor unas casas en la Plaza de Santo Domingo, mismas que la señora vendió a los pocos años al convento de la Encarnación, actual sede de la Secretaría de Educación Pública. Con tal motivo se adquirieron unas casas contiguas, pertenecientes al mayorazgo de Oñate y Azoca, en donde en 1734 levantaron el palaciego edificio que existe hasta la fecha, con todas las características de la suntuosa arquitectura del siglo XVIII.
La imponente construcción es de tezontle y cantera, tiene tres pisos y está rematada con almenas. Conserva el hermoso portón original claveteado, flanqueado por elegantes pilastras que abarcan los dos primeros cuerpos del edificio, para rematar con un balcón también bordeado de pilastras; ostenta aún la herrería de su nacimiento.
El interior no desmerece en grandeza; sus amplísimos patios recuerdan los claustros de la época; los enlaza una escalera monumental que fue aprovechada con acierto por David Alfaro Siqueiros, quien pintó en 1946 el gran mural Patricios y patricidas, que representa el juicio histórico.
La plaza tiene rica historia, ya que al contar con las tres importantes instituciones que hemos mencionado, ahí se han dado múltiples sucesos históricos; entre otros, los siniestros autos de fe del Santo Oficio, las procesiones del Viernes Santo, las entradas de los virreyes y las quemas de judas el Sábado de Gloria, que, por cierto, aún las realizan los Linares a unas cuadras de ese lugar; ellos son los juderos que cobraron gran fama al inventar los alebrijes, inspirados por el pintor José Gómez Rosas, El Hotentote, que ahora se venden en sofisticadas tiendas de Nueva York y París.
Un encanto especial brindan al lugar los evangelistas que desde hace siglos escriben cartas y contratos en los portales que se encuentran enfrente de la aduana, bordeando la plaza, cuyo centro adorna una fuente decimonónica, homenaje a la heroína independentista doña Josefa Ortiz de Domínguez, cuya escultura luce sobre un pedestal. La obra es magnífica, aunque no la favorece, pues por distintas informaciones se sabe que tenía sus encantos, que aquí no se muestran.
Otro atractivo son los sitios gastronómicos y etílicos que la rodean. Dos buenas cantinas bordean la plaza: el salón Madrid, adornado de espejos, maderas y mensajes de los antiguos estudiantes de la Escuela de Medicina, que, irónicamente, ocupó desde mediados del siglo pasado el Palacio de la Inquisición, antes dedicado a la muerte.
En el otro extremo de la plaza se encuentra La Valenciana, prototipo de este tipo de establecimientos, con su lambrín de coloridos azulejos, sabrosa botana y el infaltable dominó. Y, fiel a su riqueza de contrastes, a media cuadra de la gran plaza, en la calle de Cuba 76, está uno de los mejores restaurantes del Centro Histórico: el Gallos Centenario, ocupando una bella casona del siglo XIX fantásticamente decorada y con excelente cocina mexicana. [email protected]
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