La Jornada Semanal,   domingo 25 de abril  de 2004        núm. 477
 Leer a Saramago

Julio Moguel

José Saramago ha construido un estilo particular de la escritura: con una puntuación que separa las frases a partir de la forma en que éstas se dicen y se oyen, y que tiene en cuenta "más la voz que dentro de la cabeza del lector dice que los ojos que simplemente ven".

Desde que inventó su escritura característica, hacia finales de los años setenta (la primera novela saramaguiana es, en estricto sentido, Levantado del suelo, publicada en 1980), el escritor lusitano eliminó de su pluma puntos y comas, paréntesis, entrecomillas, guiones, signos de interrogación y admiración, puntos suspensivos. También hizo a un lado la división capitular (es decir, no se nombran ni enumeran los capítulos o partes), seguramente pensando en que no debe tener permiso el narrador para imponer a la vida y obra de sus personajes una secuencia aritmética o lineal. Saramago tuvo la audacia, por lo demás, de "integrar" los diálogos en el relato, de tal forma que el texto queda expuesto, para el lector, como un flujo de voces que se tejen en una polifonía singular, separando la participación de uno u otro de los que hablan por la simple vía de imponerle a la escritura, después de una simple coma, la mayúscula que indicará el cambio en la intervención.

Sí señor, soy médico y llegué a Río de Janeiro hace dos meses, Estuvo siempre alojado en el Hotel Brancanca desde que llegó, Sí señor, En qué barco vino, En el Highland Brigade, de la Mala Real Inglesa, desembarqué en Lisboa en veintinueve de diciembre, Viajó solo o acompañado, Solo, Está casado, No señor, no estoy casado... (El año de la muerte de Ricardo Reis, 1984).

Sacó la ficha de su bolsillo, mientras decía, Buenas tardes, señora, Buenas tardes, qué desea, preguntó la mujer, Soy funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil y estoy encargado de investigar ciertas dudas que han surgido sobre el registro de una persona que sabemos nació en esta casa, Ni mi marido ni yo nacimos aquí, sólo nuestra hija, que tiene ahora tres meses, supongo que no se trata de ella, Qué idea, la persona que busco es una mujer de treinta y seis años, Yo tengo veintisiete, No puede ser la misma, claro, dijo don José, y luego, Cómo se llama... (Todos los nombres, 1997).

He aquí dos cuadros característicos de la escritura saramaguiana. No hay puntos y comas, ni interrogaciones; tampoco la presencia excesiva del narrador, dando preeminencia al "diálogo y el monólogo interior". Todo fluye sin la necesidad de que se explicite quién habla o escucha, sin mayores detalles sobre las maneras –muchas veces, en novelas de otros autores, sólo pretextos o apoyaturas externas al flujo sustantivo del texto– en que los personajes en juego preguntan o dicen, responden o afirman. Economía de la escritura, entonces, que no sirve en las novelas del escritor lusitano para abreviar, sino para hacer más leve la presencia del narrador y, con ello, para expandir al infinito las posibilidades de la palabra significante y de las imágenes y signos intercalados. Con ello, "el autor ya no guía al lector, lo deja en libertad para construir con los elementos proporcionados por él su propia novela o, expresándolo en otra forma, el autor obliga al lector a volverse activo, y hasta creador en la lectura...", nos dirá el propio Saramago.

En algún momento, el Nobel portugués declaró que había aprendido esa manera de escribir de la forma de hablar de los campesinos de Alentejo –región portuguesa que lo vio nacer–, pero resulta obvio que en la construcción literaria de Saramago hay mucho más que eso (o, más bien, algo diferente a eso): se trata de la construcción de un dispositivo literario que, sin reflejar a la manera de un espejo lo que los personajes hacen o dicen, es capaz –justamente por su capacidad de distorsión, más que de su fidelidad–, de dar cuenta de una historia o de una trama determinada.

"La realidad no soporta su reflejo", dice el personaje principal de El año de la muerte de Ricardo Reis. Y en los Cuadernos de Lanzarote es el propio Saramago el que subraya: "Sólo otra realidad, cualquiera que sea, puede colocarse en vez de aquella que se quiso expresar, y, siendo diferentes entre sí, mutuamente se muestran, explican y enumeran, la realidad como invención que fue, la invención como realidad que será." Ya lo dijo a su manera Juan Villoro, en Efectos personales, al referirse a la mejor novela mexicana del siglo xx: "Ningún campesino ha hablado como personaje de Juan Rulfo, pero pocos diálogos parecen tan genuinos como los de Pedro Páramo." Comala o Macondo no son congregaciones o comunidades reales de América Latina, pero pocas construcciones históricas o literarias reflejan con tanta fidelidad la vida o muerte de una buena parte de los pueblos del Continente.

De ahí que La Literatura preste a La Historia (la "historia objetiva", se entiende) un servicio que ésta se ha mostrado incapaz de completar: hablar desde la piel del personaje, recoger las minucias y detalles que el "gran lente" de la cámara fotográfica del historiador es incapaz de reflejar, fijarse en los sobreentendidos y en las palabras que no quedaron plasmadas en documentos o grabaciones, escudriñar en el alma de la gente, rescatar la paradoja –no resolverla– o el olvido, lo contradictorio y lo obtuso. Dejar a un lado por un momento, en fin, la "insoportable literalidad" de la "historia monumental", para hablar sobre "las cicatrices del recuerdo, sobre el esplendor indiferente de la naturaleza, sobre la belleza instantánea de alguien a punto de morir, sobre la mugre o lo grotesco de un cadáver inolvidable, sobre la decisión inquebrantable del mundo y de ciertos habitantes suyos... de afirmar su existencia pura, su pura existencia, punto por punto, segundo por segundo, como si fueran... simplemente hormigas". (Jorge Aguilar Mora, en el prólogo a Cartucho, de Nellie Campobello.)

En palabras de Saramago, la estructura ficcional bien dirigida permite "alcanzar una comprensión real de las innumerables e ínfimas historias personales, de ese tiempo angustiosamente perdido e informe, el tiempo que no retuvimos, el tiempo que no aprendimos a retener, la sustancia mental, espiritual e ideológica de la que finalmente estamos hechos". La escritura pensada, pues, como la razón fotográfica de quien no quiere mostrar punto por punto lo que la luz refleja, sino lo que muestran o puedan mostrar sus contornos ocultos, como las sombras de las imágenes de un Evgen Bavcar que, "en su radical autonomía", también "iluminan al mundo".

¿Cómo entender, por ejemplo, sin Pedro Páramo, ese gran vaciamiento del alma campesina que correspondió, en la primera mitad del siglo xx, a la descomposición y muerte del mito revolucionario en México? ¿Cómo hurgar, sin la pluma de Rulfo, en los pliegues más finos del ejercicio del poder absoluto que durante décadas se ejerció en algunas regiones de nuestros medios rurales? ¿Y cómo entender sin dicha escritura las debilidades más íntimas de ese mismo poder? ¿Cómo saber de los sueños, mitos y afanes de los campesinos de la región portuguesa de Alentejo sin esa extraordinaria construcción novelística de Saramago que lleva por nombre Levantado del suelo (1980)?

"Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los apetitos y fantasías de desear mil", nos dirá Vargas Llosa (La verdad de las mentiras, 2002).

Son esos mismos pliegues ocultos de la historia o del alma humana los que de pronto se iluminan y revelan –como lo pensaría Nietzsche en su momento– más por el arte que por la ciencia. ¿Cómo puede mostrarse, por ejemplo, en la experiencia del cine –esa otra novelística del mundo–, la cara o parte obtusa de una escena, sin recurrir a esa "otra vía de expresión" que es propiamente "lo fílmico"? "Lo fílmico –nos dice Roland Barthes– empieza donde acaban lenguaje y metalenguaje articulados. Todo lo que puede decirse sobre Iván o Potemkin podría decirse sobre un texto escrito (llamado Iván el Terrible o El acorazado Potemkin), excepto lo que constituye el sentido obtuso; puedo comentarlo todo acerca de Eufrosinia, salvo la cualidad obtusa de su rostro: ahí precisamente está lo fílmico, en ese punto en el que el lenguaje articulado no es más que aproximativo y donde comienza otro lenguaje." (Roland Barthes, Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, 1986.)