esquizoide Jorge Moch
Era gordo y achaparrado, de edad imposible de adivinar con esa piel lisa, un poco manchada pero sin arrugas, aunque las sienes le griseaban un poco y aún eso era difícil definirlo, porque se rasuraba las patillas hasta la altura de las orejas y entonces uno no sabía, sobre todo recién que se lo había topado en alguna conferencia, en el brindis que precede a las exhibiciones de arte, si aquella mata de pelo sucio y ensortijado que pretendía esconder la alopecia incipiente era propia o postiza. A fuerza de observarlo con tanto disimulo como fue posible logré determinar la autenticidad de esos folículos. Usaba a veces unos lentes gruesos, pasados de moda, los cristales nublados de huellas de algo, de grasa de los dedos, de lágrimas secas. No sé por qué, pero lo imagino llorando a menudo en la soledad de su habitación, por las noches. Siempre llevaba la ropa desarreglada, sucia, ajada, como empeñado en vestirse de pobreza. Si le hubiéramos forrado con un traje nuevo, nomás ponérselo se hubiera salpicado de máculas grasientas, lamparones, pequeños jirones. Un burdo Quijote enemigo de las modas con la camisa siempre de fuera. Le faltaban dientes y por eso cada que sonreía por algo uno daba en pensar, entregándose al morbo más atorrante, que esa sonrisa llevaba la doble intención de celebrar lo que fuera que le hacía sonreír mientras de refilón nos hacía pasar el mal rato de sus encías agujeradas. Era terriblemente neurótico, y debía tener problemas serios de identidad. Algunos dicen que era homosexual, que los dientes los había perdido en un pleito de amores, y de ahí salió el mote. Ellos le decían La Cochina Loca y yo nada más le puse salsa científica al asunto para complicarlo un poco. Suido artiodáctilo esquizoide. Le quité la referencia sexual adrede, porque la homofobia me sigue cayendo en el hígado. Imbéciles. Eso era lo poco que podíamos saber de él, y que era escritor, o lo había sido, y que era un tipo inteligente, o lo había sido, y que era cultísimo. O lo había sido. Cada que podía exhibía el arsenal de su bagaje. Sabía de música y literatura, de Lara, de María Dolores Pradera, y de Wilde. Era un apasionado de Wilde. Parecía vivir enajenado en el limbo de sus textos secretos, garrapateados con una caligrafía imposiblemente diminuta, indescifrable, en papeles que cargaba todo el día bajo el calor calcinante de las calles del centro; una resma de carpetas y hojas sucias que nunca lo abandonaba, como si formara parte de su costado. Vivía perdido en su laberinto de misterios, quién era, a dónde iba, qué había hecho y qué as se guardaba en la manga para dejarnos a todos con los hocicos abiertos. Pero nada, solamente esa manera de ser recalcitrante, inoportuna, de decir cosas que nadie quería escuchar en las conferencias y los cursos y a la menor provocación ponerse a repetir sus recuentos: todas las cosas que él sí sabía y nosotros no, todas sus afortunadas colaboraciones en los medios escritos del país, la agudeza y el encanto de su pluma pero siempre terminaba la perorata recordando cómo había sido esquilmado por éste o aquél editor, cómo un escritor, otro poeta, ese cuentista, le habían robado algo, una idea, un argumento, el habla, el corazón y la cordura. Puesto que le costaba trabajo relacionarse con los demás, resultaba antipático. Yo lo conocí al final de la conferencia que dictó una de nuestras glorias literarias nacionales. Esperaba mi turno para acercarme al pomposo maestro cuando el suido llegó pujando su arbitrariedad, empujándonos con los codos, haciendo gala de una peculiar habilidad para colarse en la fila sin tirar uno solo de los muchos papeles que llevaba bajo el brazo. Y qué cachaza, qué huevos para ignorar los reclamos de los que esperábamos ordenadamente. Recuerdo que pensé este animal sabe usar en su provecho el asco que naturalmente nos provoca el sudor ajeno, porque sudaba como, sí, como un puerco, aunque quien sepa lo que está diciendo deberá apuntar que los suidos en realidad no sudan, pero la hipérbole es de una sutil eficacia gráfica y retrata fielmente la intención de lo que digo: sudaba como un puerco y si no me quitaba de en medio me hubiera embarrado las mefíticas secreciones de sus poros sebáceos, así que me ganó el turno y luego se eternizó allí, con la gloria nacional, pastando laureles ajenos, y nos tuvo al resto esperando cerca de media hora, hasta que el conferenciante, ahíto de acorralamientos, se levantó y se fue y yo me quedé con mi librito de poemas sin firmar. Estuve a punto de golpearlo, pero recapacité en lo fuera de lugar que hubiera estado aquello: me robaste mi lugar en la fila y por eso toma y toma. No, si uno también tiene su dignidad, qué coño. El suido, si la tenía, era de otra naturaleza. Era una dignidad aparte, de auténtico intelectual, de verdadero enamoradizo de las letras y no como uno, que anda allí metido en el mundillo libresco por puro esnobismo, persiguiendo la gloria y los cheques de los editores. Él no. Se lamentaba, sí, pero no hacía absolutamente nada para retomar el camino del presunto éxito que de vez en vez nos cacareaba. Se contentaba con andar así, un cursito aquí, una conferencia allá. Trajo algunos buenos escritores para que nos iluminaran el rebaño, que por cierto, ya se murieron, también. Porque el suido se murió. Por eso digo que si acaso nos queda su recuerdo y algún remordimiento por lo del apodo. Más bien lo mataron. Lo mató un conductor de microbús, de ésos que tienen más de antropopiteco que de homo erectus. Se bajó del microbús, que no quiso detener su marcha, y aterrizó muy mal en el cemento de la acera. Se mató del golpazo por torpe que debió ser siempre para las hazañas atléticas, y allí se acabó su historia. Nunca he leído algo suyo más
que un par de crónicas, una buena, la otra pasable. Me gustaría
que un día encontremos unos textos inéditos suyos y que resulten
en una revolución de nuestras letras. Un reconocimiento póstumo
a su genio, sepultado en la hojarasca del hombre común. Ojalá.
Pero no lo creo. Dicen algunos que vivía con su madre, que peleaban
todo el tiempo, que era una especie de Norman Bates tercermundista. Imagino
que la vieja no lo quiso mucho. Imagino que a su muerte se deshizo de la
eterna resma de papeles, sus eternos acompañantes. Sus únicos
acompañantes, consumidos en las cenizas de una pira nada ceremonial,
vecina de trastos viejos que crían nidos de moscos y fierros oxidados
en el patio trasero de una casa que del abandono está a punto de
venirse abajo.
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