México D.F. Lunes 12 de abril de 2004
Hermann Bellinghausen
Presentación bajo rayos y relámpagos
A media cuadra de la casa de huéspedes de doña Amparo, la plaza de armas apenas comenzaba a mostrar las huellas de la urbanización que con los años se tornaría incontrolable. Aquello era ''las afueras'' de la gran ciudad. Las venas de una enredadera abrazaban las columnas y los barandales del quiosco en romántico abandono. No sé por qué recuerdo ese detalle.
Un sábado, particularmente vacío, salí a caminar. Los prados del Olivar comenzaban cerca. Enseguida, las arboledas. Anduve por el bosque un rato, fin de semana estudiantil sin nostalgia real por mi capitalita de provincia y mis padres tras el mostrador de la tlapalería engordando sus ahorros. Ya no les aceptaba ayuda económica, preferí trabajar, el ahorro lo podían emplear en otro hijo u otra cosa.
La ciudad vuelve ambiciosos, hiperactivos, competitivos a los provincianos. Les quita lo provinciano.Yo era un melancólico de los peores, y me faltaba ambición. Cargaba sobre la conciencia un amor platónico por Sandra, la compañera más guapa de la facultad y, para mí, del mundo entero. Adquirí la costumbre dolorosa de ser el amigo ''especial'' y confidente de la mujer amada que no nos ama, nos quiere, eso sí, muchísimo, y nos cuenta todas las chingaderas que le hace el imbécil de su novio, con el que, contra nuestro consejo sacrificado, corta de plano y nos regocija, para en ocho días conseguirse otro, aún peor, con quien acabará casándose.
Pensaba en mi paseo que qué bien me haría enamorarme de alguien más cuando comenzó una lluvia casi intempestiva. La obsesión por Susana, la hija de doña Amparo, era todavía teórica, olfativa, semiconciente. Fantasía que no aspira a cumplirse. Vaga esperanza de librarme del amor inútil por la compañera Sandra.
Granizó. A pedradas. Una ruidosa cortina blanca me persiguió de regreso por el prado y las callejuelas hasta el quiosco. El cielo tenía el color del acero y bramaba. Relámpagos. Al momento de alcanzar refugio una desgarrada explosión se hundió en el oyamel más alto a orillas del prado. El granizo no moja, pero duele. Cubierto por el quiosco, giré hacia el bosque. El árbol en llamas retaba a la tormenta, pero sus ramas ardieron enseguida y me atrevo a decir que fui testigo de una crucifixión carbonizada.
Aún no sacaba conclusiones cuando sentí que alguien más se refugiaba allí. La plaza estaba desierta. Sus senderos blancos, sucios de hielo, copiaban mal un paisaje invernal. No necesité verla para saber. En el barandal opuesto, apoyada de espaldas, me observaba a sus anchas, sin mostrarse conmovida por el holocausto del oyamel, ni siquiera interesada. Casi me ofendió su tranquila sonrisa. Me alcanzó la certeza de que tenía ante mí a la dichosa Susana. De falda larga y pelo corto. La que había ahuyentado a los cuervos.
-Buenas -aterricé en seco, cortado como soy. Ella se desprendió del barandal y caminó hacia mí. No me moví un milímetro.
-Tú eres el abogado -preguntó afirmando.
No respondí. Avergonzado. En esa época si querías ser intelectual no quedaba sino estudiar leyes. Mi rebelión había comenzado, y asistía como a escondidas y de oyente a las clases de Ramón Xirau y el doctor Guerra en Filosofía y Letras. Sin enterar a mis padres, aterrados de que me volviera un muerto de hambre. Susana extendió la mano y de pronto me sentí en una película mexicana de las de antes:
-Mucho gusto.
No preguntó mi nombre, ni se molestó en decir el suyo. Dio por hecho que yo sabía quién era. Una foto familiar en las escaleras de la casa de huéspedes de doña Amparo, mostraba a Susana de trenzas y unos diez años, colgada traviesamente del cuello de su padre. A su lado, doña Amparo, que no era viuda todavía, y sí más joven y delgada, vestía de gala con un sombrero espantoso y un velo de tul negro cubriéndole los ojos. Durante la boda de Diana, la mayor. Doce años atrás.
Nada que ver, la niña de trenzas, con la Susana ante mí, confirmación de los olores que los pasillos de la casa me revelaron. Una presencia poderosa. Sus ojos como espadas, entre el oyamel en llamas y el insolente granizo, me dejaron helado y a la vez sofocado de un calor cardiaco.
-No te espantes. Por aquí caen muchos rayos -dijo, y soltó mi mano, que no recordaba haberle dado.
-Mucho gusto, señorita -balbucié, como en un drama provinciano de Ismael Rodríguez. Los siguientes minutos permanecimos callados. Mirándonos. Cesó el granizo, dio media vuelta, no se despidió ni dijo más. Se retiró en una exhalación. En un suspiro.
Me tomó unos minutos recuperar la respiración normal. Luego tomé el camino a la casa. El cielo se había limpiado por completo el pesado acero. Sin darme cuenta, su azul regaló a mi tristeza un segundo motivo de irracional alegría. Platónico incurable.
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