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México D.F. Sábado 27 de marzo de 2004

Robin Cook

Tony Blair hace bien en ir a Libia

Dos ovaciones para Tony Blair. Su apretón de manos con Kadafi merece nuestro respaldo, y probablemente lo necesita, debido a que recibirá críticas de una tonelada de sectores, tanto reaccionarios como liberales. Hubo un toque de transferencia personal cuando el primer ministro elogió el valor de Kadafi, puesto que él necesitaba aún más valor para hacer esta visita ,que su huésped para recibirlo.

La primera ovación es para dar la bienvenida a una iniciativa internacional británica que no fue diseñada en Washington. El reacercamiento a Libia es un desarrollo en el que nuestra Oficina del Exterior estuvo a la vanguardia, mientras la administración Bush permaneció como un nervioso espectador en las sombras.

Esta iniciativa contrasta de manera refrescante con las políticas de lady Thatcher, quien estuvo de acuerdo en utilizar las bases británicas para un intento estadunidense de asesinato contra el mismo hombre a quien Blair saludó este jueves.

Michael Howard mostró lo poco que queda de los prejuicios de su anterior jefe, al declarar a la radio su terca oposición a abandonar la abierta hostilidad contra Kadafi.

La segunda ovación es apropiada porque Blair tuvo razón en correr el riesgo de hacer la visita. Los peligros de enredarse con una personalidad tan impredecible eran reales. Los asesores de imagen de Downing Street deben haber tomado Valium toda la semana, por la preocupación que les causaba que esa joya del coronel Kadafi les tenía preparada a la manada de reporteros británicos que viajó con Blair. En ese caso, su observación de que Blair aún es joven hubiera pasado a la historia como una más de sus agudezas banales.

El hecho de que haya llegado a la reunión debió ser un alivio, pues Kadafi es famoso por sus hábitos nocturnos de trabajo.

Sin embargo, valía la pena correr esos riesgos. El primer ministro está en lo correcto cuando argumenta que un líder nacional ha decidido renunciar a la proliferación de armas de destrucción masiva y acepta inspecciones internacionales. Debemos estar dispuestos a responder admitiéndolo de nuevo en la comunidad de naciones.

Si Kadafi no es recompensado por su buen comportamiento, nadie más seguirá su ejemplo. No podemos fundar una comunidad internacional cohesionada a partir de la intimidación sistemática favorecida por la administración Bush, que fue expresada fanfarronamente por John Bolton, uno de sus protegidos en el Departamento de Estado, con la frase: "Yo no uso zanahorias".

Desafortunadamente hay un par de buenas razones por las que la tercera ovación se muere en la garganta. La primera es: a muchos de nosotros se nos dificulta aplaudirle a Tony Blair su argumento de que sus progresos con Libia justifican la invasión a Irak. Es comprensible que él quiera hacer esa aseveración, dado que le está siendo muy difícil comprobar sus otras justificaciones, pero eso no la vuelve más convincente. El justificar la invasión a Irak, donde no había armas de destrucción masiva, anunciando que todo el tiempo existió ese tipo de armamento en otro país, desde luego profundiza, en vez de explicar, la pregunta desconcertante de por qué estaban tan preocupados por Irak.

Se afirma que la decisión de Kadafi de llegar a un arreglo demuestra que le preocupaba ser él la próxima víctima de lo que ahora se describe como la política exterior muscular de Blair. La realidad es que Estados Unidos y el Reino Unido han agotado sus reservas militares al conquistar y ocupar Irak, y ambos, ciertamente, han terminado con la disposición que había en sus países de apoyar más aventuras castrenses. El Pentágono bien pudo haber planeado el asalto a Irak para inspirar miedo a líderes recalcitrantes que se preguntarían quién sería el próximo. Pero por las consecuencias de la sangrienta y tambaleante ocupación y la controversia doméstica no está en posición de amenazar a nadie más.

Probablemente Kadafi nunca estuvo ante una menor amenaza militar estadunidense que cuando abandonó su programa nuclear con el argumento, indudablemente honesto, de que "cuesta demasiado dinero".

Kadafi ya había demostrado durante mucho tiempo su disposición a negociar su regreso al escenario internacional. Han pasado seis años desde que, en mi cargo de secretario del Exterior, di marcha a iniciativas para celebrar el juicio por Lockerbie en un tercer país. En ese tiempo muchos ya habían previsto que Kadafi nunca entregaría a los sospechosos y yo no estaba absolutamente convencido de lo contrario. Al transcurrir el caso se volvió evidente que Kadafi estaba genuinamente interesado en asegurarse de que el tema quedara cerrado. Claro que lograr que firmara los documentos para que eso sucediera requirió la paciencia de San Agustín.

Otra razón para guardarnos la tercera ovación es que puede ser que ya hayamos resuelto nuestras diferencias con Kadafi, pero no debemos pasar por alto el hecho de que su propio pueblo aún tiene, frente a él, una larga lista de diferencias en derechos humanos y gobierno democrático. Kadafi afirma que ha otorgado poderes formales al pueblo, pero curiosamente la barroca estructura que ha creado para celebrar consultas en las localidades invariablemente produce iniciativas que siempre concuerdan en todo con sus decisiones.

Sin embargo, no podemos expresar nuestra preocupación por los derechos humanos si nos negamos a hablar precisamente con aquellos cuyas prácticas son las más preocupantes. Nada conviene más a los regímenes que no cumplen los estándares democráticos que quedarse aislados. La violación de los derechos humanos en Libia es razón adicional para dialogar con Kadafi, no un argumento para dejarlo en libertad de continuar su opresión sin que el mundo exterior lo cuestione.

Sin embargo, sí hay que apelar al realismo cuando se trata de limitaciones en la relación con él. Se ha hablado mucho, con gran entusiasmo, de integrar a Kadafi a la causa común de derrotar a Al Qaeda. Desde luego es verdad que Kadafi es acérrimo opositor de los fundamentalistas, tanto como éstos se oponen a él; por lo mismo, es tentador considerarlo un aliado.

No obstante, sería una trampa que Occidente se llegue a identificar demasiado con un líder musulmán que ha fundado su laicismo sobre la base de la opresión. Esto sólo hará que los desposeídos simpaticen con los fundamentalistas. Si queremos seriamente lograr acuerdos con los pueblos musulmanes, no sólo con los regímenes que los gobiernan, debemos encontrar socios que hayan desarrollado modelos de gobierno aceptables e inclusivos. Kadafi no es uno de ellos.

Por tanto, también es recomendable conservar la sobriedad en el lenguaje que empleamos al describir nuestra asociación y mostrar cautela en cuanto a los alcances de nuestra cooperación. No puede haber bases lógicas para argumentar que los ejecutivos de empresa no pueden ir a lugares ya visitados por el primer ministro. Una mayor presencia comercial en el mundo exterior incrementará, más que reducir, las exigencias de que haya cambios políticos en Libia.

Entrenar o armar al ejército de Kadafi es otro asunto. La razón primordial de existir de su aparato militar es reprimir el cambio político dentro de su país, y en tiempos recientes el ejército ha mostrado una incómoda disposición a compartir su entrenamiento con las fuerzas rebeldes que han desestabilizado a países de Africa subsahariana. Nuestra parte en la sociedad no debe extenderse a los cuarteles libios.

Por supuesto, brindemos por el avance diplomático que ha transformado a Kadafi, de oponente a socio, pero también mantengamos la cabeza fría en cuanto a los límites que tiene esta relación. La leche de camello que los gobernantes compartieron el jueves es una bebida apropiadamente sobria para la ocasión.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca

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