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México D.F. Jueves 25 de marzo de 2004
Adolfo Sánchez Rebolledo
Cero credibilidad
A una década del asesinato de Luis Donaldo Colosio es fácil advertir que muchas cosas han cambiado en México. Hoy tenemos elecciones libres, la alternancia es una realidad cotidiana, las libertades públicas se han ensanchado y la sociedad, pese a los intentos en sentido contrario, se ha secularizado y por ello también es más libre. Sin embargo, hablando de los temas políticos, no hemos conseguido crear una cultura democrática digna de tal nombre. Hoy, lo mismo que hace diez años, persiste la desconfianza hacia todo aquello que se identifica con lo "público", sin que en ese juicio interesen demasiado las cualidades de los sujetos o la finalidad de las instituciones. Sencillamente la gente duda de la acción judicial, como duda de la acción política y de la administración estatal. Y con buenas y a veces incontrovertibles razones. Lo peor de la crisis que afecta al PRD, por ejemplo, es la caída moral, la justificación de la idea de que, al fin y al cabo, todos los políticos son iguales, lugar común que en su evidente simplismo niega la necesidad de los partidos y predica, en cambio, una democracia sin instituciones, es decir, sin Estado, puramente "ciudadana". O bien el regreso del poder no compartido, es decir, de la autoridad omnipresente que evita al ciudadano el deber de elegir.
La realidad es que años de corrupción y patrimonialismo, de ejercicio autoritario del poder no se esfuman de la noche a la mañana, menos aún cuando se fomenta la desvalorización de las instituciones públicas desde el gobierno, a través de los medios y con la fuerza del dinero. Por eso, si a la muerte de Colosio podíamos advertir "el riesgo de que siga ampliándose la fractura ideológica, moral y sicológica que divide a sectores importantes de la elite política mexicana" hoy, a pesar de la transición democrática, es un hecho lamentable que el golpeteo y la confrontación sean los métodos más socorridos para obtener ventajas. La clase política, con muy contadas excepciones, se halla muy por debajo de las necesidades nacionales, pues, por lo visto, la única tarea a la que concede trascendencia es a la de reproducirse y permanecer, y si eso puede conseguirlo sin propuestas e ideas no debería extrañarnos que la exhibición de las faltas ajenas se convierta en la máxima de las virtudes.
Muchos de los conflictos surgidos en la vida pública se canalizan al margen cuando no en contra de las instituciones. O desde las instituciones, pero al margen de la legalidad, lo que es aún más grave.
De poco sirve la retórica en torno al estado de derecho que acompaña al establecimiento de la democracia si las leyes y quienes tienen el deber de hacerlas cumplir no pueden o quieren hacer nada para evitar que la política real, la que expresa intereses concretos y cuantificables, discurra exclusivamente por los cauces de la confrontación mediática, por la opinión aislada y personalísima de unos "informadores" transformados en el deus ex machina de la Verdad.
El problema no está, por supuesto, en la denuncia de hechos y conductas reprobables, sino en las generalizaciones surgidas ante la repetición abusiva de una imagen que no proviene de una investigación periodística, sino del trasiego político que usa a los medios para obtener objetivos que no se alcanzarían siguiendo el camino de la ley o de la lucha política abierta. Decir que la democracia se fortalece ante el espectáculo de miseria moral y descomposición que documentan a diario los medios es, por decir lo menos, una ingenuidad o una manera de evitar que los organismos encargados de procurar e impartir justicia cumplan con sus obligaciones.
El Congreso tiene en sus manos la posibilidad de hacer una reforma electoral a fondo que permita, al menos en algunos aspectos, fortalecer la fiscalización de los recursos de los partidos y poner nuevos diques a la corrupción. Se requiere abatir la sospecha de que todos los partidos poseen una doble moral y, probablemente, también disponen de una doble contabilidad. Es necesario que las campañas se ajusten en tiempo y forma a los nuevos tiempos, que se gaste menos y a la vez poner en pie un nuevo modelo de comunicación, por llamarlo de alguna manera, que limite y ponga filtros institucionales a las campañas en los medios, que es adonde van a dar la mayoría de los recursos entregados a los partidos. México no tiene por qué calcar las formas de la política estadunidense, donde el dinero y los medios son decisivos. Nada positivo nos dejan esas campañas millonarias que saturan a cualquiera y son expresión de la mayor inequidad en la lucha electoral. Más bien inducen al error, a la creación de credibilidades efímeras que nada aportan a la formación de un sistema político democrático fuerte.
Mientras los políticos no den muestras de responsabilidad fortaleciendo las instituciones y la participación comprometida, tal vez tendremos competencia feroz, pero no democracia. La democracia, no se olvide, sí se mancha las alas en el pantano.
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