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México D.F. Domingo 21 de marzo de 2004

Bárbara Jacobs

Chapoteo a la vista

Hay diversos grados de parálisis, y la viuda de Lunas se encontraba, hasta donde yo había podido observar, en uno indeterminado. Con el fin de averiguar cuál, ya que tras algunas de mis visitas a su cabaña salía yo con una impresión y, después de otras, con otra, debía darme a la tarea. Más que la duda, me movía la curiosidad. Sospechaba que por lo menos alguien la ayudaba a asearse una vez por semana, y que este día era el sábado.

Así, vestida de negro, encapuchada y enguantada, dejé el jeep a una buena distancia de mi destino y efectué a pie, atravesando la maleza con mis botas, negras también, en la madrugada, la indagatoria caminata. Rodeé la casa antes del amanecer, pero no fue sino con los primeros destellos de luz que observé que, de todas, la única ventana de madera con rendijas entre los tablones pertenecía a la de la cocina, de manera que ahí fue donde me agazapé.

En medio, vi una tina improvisada, como de película del Oeste, y sonreí en la oscuridad por mi propia sagacidad. Apenas si amaneció, efectivamente, vi una figura zambullirse en burbujas de jabón, y una sombra cerca, posiblemente de un asistente. "Paralítica total, no es", comprobé una vez más. Desde su silla de ruedas, después de todo, me había extendido en innumerables oportunidades papeles de mi viejo profesor y, cuando entramos en confianza, ella misma llegó a servir el té que, eso sí, recuerdo haber sido yo la que lo preparó.

Muy bien; pero, Ƒquién la ayudaba? ƑSolamente a bañarse? En ciertas ocasiones me había tocado ya sentir otra presencia en la casa, aparte de la viuda y de mí; pero nunca como con la claridad del día del baño, cuando me acerqué con mayor certeza a afirmar que, en efecto, ese otro ser existía. ƑQuién podía ser? Una enfermera habría brillado por su uniforme blanco; un pariente, por muestras de impaciencia, moviendo objetos o, incluso, apurando a la viuda paralítica con frases explícitas. "Tía, no te regodees en el agua", le habría exigido con voz suficientemente alta; "la piel se te va a arrugar."

Recordé que la cabaña constaba de un segundo piso o, de perdida, un tapanco, pues la viuda de Lunas, una noche de mal tiempo y de excesivas solicitudes de mi parte, me había invitado a quedarme en calidad de huésped, invitación que, por más datos que hubiera yo podido recabar de la pareja o, explícitamente, de mi viejo profesor, por miedo decliné. "Ni loca", me dije entonces con aparente cordura; "No, gracias, señora", le contesté, mi ropa me protegería del clima de la puerta del hogar de los Lunas a la del jeep prestado en el que llegué y que, por fortuna, aparqué más cerca de lo que solía.

Bueno, esta excursión temprana había rendido frutos. Que la viuda de Lunas se bañaba, era uno; que probablemente alguien la asistía, era otro. Bien visto, una sombra tiene que pertenecer a algo o a alguien, y si bien no vi a ninguna persona con absoluta precisión, no puedo negar que vi una sombra cerca de la tina ocupada por la señora Lunas, que chapoteaba con las manos sobre la espuma enjabonada quizás efectuando un prescrito ejercicio de fisio o hidroterapia, confiada, a gusto, haciendo caso omiso de la prisa que tuviera quienquiera que la hubiera ido a ayudar en su baño semanal de semi paralítica.

Mucho rato en el agua caliente, en efecto, arruga la piel de un modo especial; pero, mucho más rato sentado en una silla de ruedas, Ƒqué efecto tiene en la piel del que la ocupa? Imaginé y me sonrojé, debajo de mi pasamontañas negro. Y, al recordar de pronto que estaba ataviada de un color confundible con la noche, pero visible en el día, supe que era la hora de escabullirme de regreso al jeep.

Mientras lo hacía, percibí un ruido persistente a mi espalda, igual que el de los pasos apresurados con los que yo huía, pero opté por controlar el escalofrío que recorrió mi columna vertebral, y hacer todo menos mirar para atrás.

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