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México D.F. Sábado 20 de marzo de 2004

Juan Arturo Brennan

Tetralogía: dos de cuatro

El año pasado, en el contexto del Festival de México en el Centro Histórico, se presentó en Bellas Artes El oro del Rhin, primera parte de la tetralogía El anillo del nibelungo de Richard Wagner. En aquella ocasión, mucha tinta fue vertida para criticar, sobre todo, la visión de Sergio Vela en su puesta en escena: máscaras, escenografía, uso del espacio, accesorios visuales, vestuario, dramaturgia del movimiento escénico, fueron cuestionados en diversos ámbitos.

Con todo ello como antecedente, se antojaba lógico pensar que Vela haría cambios significativos para su dirección escénica de La valquiria, segunda entrega de la tetralogía, recién puesta en Bellas Artes.

Buenas noticias: no sólo no hay cambios sino que en La valquiria se han enfatizado y perfilado aún con más fuerza los elementos sustantivos planteados en El oro del Rhin, lo cual garantiza, en buena hora, que dentro de dos años por estas fechas podremos asegurar haber visto y escuchado una verdadera tetralogía, y no cuatro óperas de Wagner, más allá de lo que se pueda discutir sobre la componente teatral del asunto.

En términos generales, esta Valquiria fue merecidamente exitosa en buena parte gracias a esa continuidad de la puesta en escena, continuidad que fue reflejada también en la visión musical del director concertador Guido Maria Guida.

Desde el inicio, Guida volvió a hacer evidente su intención de perfilar con claridad cada uno de los numerosos motivos conductores de la narración sonora de Wagner; el hecho de que el primero de ellos en aparecer en La valquiria sea el mismo con el que el dios Donner convoca una tormenta al final de El oro del Rhin es augurio claro de todo lo que ha de venir.

La vocación wagneriana de Guida permitió, de nuevo, apreciar la compleja arquitectura semántica diseñada por el compositor mediante el uso exhaustivo del leitmotiv.

Desde el punto de vista de la concepción escénica, Sergio Vela enfatizó aún más el papel central del dios Wotan (espléndidamente cantado y actuado por James Johnson), personaje trágico si los hay, atormentado y mortificado por la enorme tarea de salvar al mundo (léase orden establecido) y al linaje de los dioses (léase su propia y extensa familia).

Así, es claro que a este Wotan le pesa grandemente el universo en las espaldas, lo que no le impide llevar adelante sus maquiavélicos planes de ingeniería genética mientras busca escudarse tras su consanguíneo grupo de choque, sus nueve portentosas valquirias.

Si en El oro del Rhin se dibujaba claramente la referencia al mundo de la tragedia griega como cimiento de la saga wagneriana, en esta versión de La valquiria este elemento es también reforzado y visto bajo una luz aún más intensa; qué interesante es el hecho de que si allá donde Edipo el incesto fatal desencadenaba el horror y la destrucción, acá donde Wotan y compañía la endogamia asumida y trascendente representa la posible salvación de los dioses y su entorno. Y mientras Wotan está en sus maquinaciones y complots, el pobre de Sigmundo nos cuenta de su ''doliente necesidad de amar".

He aquí la riqueza formal de La valquiria: una historia de amor a grandes gestos en el primer acto, una retorcida y compleja maquinación política en el segundo, y la resolución (hasta cierto punto tentativa) de ambos asuntos en el tercero.

Además del apesadumbrado y oscuro Wotan de James Johnson, presidiendo fatalmente esta imponente crónica de un crepúsculo largamente anunciado, hay que destacar la enorme presencia vocal de Adrienne Dugger como Brunhilda, el tonante y contundente Hunding de Andrea Silvestrelli, y una Fricka ligera y estilizada en lo teatral, muy convincente en lo vocal, a cargo de Katja Lytting.

Por su parte, el octeto de valquirias formado por algunas de nuestras mejores voces, de distintas generaciones, sostuvo con prestancia y atractivos colores vocales su confrontación con su rebelde hermana y su severo padre. Es un hecho que en el primer acto los cantantes-actores estaban evidentemente preocupados por sortear los obstáculos de un entorno escenográfico ciertamente complicado, pero el asunto mejoró en los actos segundo y tercero.

De nuevo Guido Maria Guida logró obtener de la Orquesta del Teatro de Bellas Artes muchos momentos de calidad, opacados aquí y allá por algunos corales en los metales en los que la precisión y la afinación no fueron idóneas. Así, a la mitad del camino, esta tetralogía sigue siendo un proyecto atractivo y, sobre todo, artísticamente viable.

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