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México D.F. Miércoles 17 de marzo de 2004

LA MUESTRA

Carlos Bonfil

La vida sin mí

CONSIDERENSE LOS TITULOS anteriores de la realizadora catalana Isabel Coixet: Demasiado viejo para morir joven (1988), Cosas que nunca te dije (1996), A los que aman (1998), todos de tono abiertamente testamentario. El título de su nueva cinta La vida sin mí (My life without me), basada en un relato de Nancy Kincaid, Pretending the bed is a raft, señala la recurrencia del tema de la muerte, y es aquí materia para una reflexión sobre la decisión de una mujer de cambiar, frente al diagnóstico de una enfermedad terminal, el rumbo y propósito de su existencia. La protagonista Ann (Sarah Polley), joven casada, madre de dos niñas, descubre a los 23 años que padece cáncer en los ovarios, mismo que afecta otros órganos cercanos. El mal es incurable por la intensa actividad celular de la paciente, demasiado joven, y el pronóstico, implacable: tres meses de vida.

LO ANTERIOR SUCEDE en los primeros 15 minutos de la película. El resto de la historia no tiene tanto que ver con la enfermedad (cuyos síntomas se ocultan) o la inminencia de la muerte (fatalidad que Ann decide callar), como con las posturas éticas de la joven, quien después de ese diagnóstico asume su padecimiento y su vida restante con un estoicismo sorprendente, al límite casi del egocentrismo.

SU PRIMERA DECISION es mantener hasta el final el secreto de la enfermedad, y vivir intensamente, para lo que elabora una lista de 10 propósitos vitales, que incluyen procurarse (por curiosidad) un amante, decir siempre lo que piensa (es decir, ser absoluta e irritantemente sincera), o grabar mensajes póstumos para cada cumpleaños de sus hijas hasta que lleguen a los 18 años. La directora sugiere en este contexto algunas reflexiones de orden ético: ¿Una mujer casada, enferma terminal, tiene derecho a elegir una vida propia al margen de los deberes familiares, e inclusive de la fidelidad conyugal? ¿Tiene derecho a mentir y entusiasmar afectivamente al nuevo amante, que ignora un desenlace que también le afecta? ¿A ocultar su padecimiento a sus seres queridos?

NINGUNA DE ESTAS cuestiones parece hacer mella en el ánimo de la protagonista, y la directora maneja continuamente y con acierto esa ambigüedad moral, para algunos escandalosa. Hasta aquí el tratamiento del tema es interesante en la medida en que toma distancias de la autoconmiseración y el desahogo de culpas, que tanto lastran a otras propuestas similares. Desafortunadamente, el tono melodramático termina dominando en la cinta, y la calidad de los diálogos y la estructura misma del relato lo resienten severamente. Todo se vuelve además providencial y muy previsible. Las nuevas amistades, el nuevo amante, la candidata a remplazar afectivamente a la joven en el hogar pronto desierto, acuden al encuentro de la joven de modo casi mágico, como si la película fuera deliberadamente fantástica, y una escena como la grabación de las cintas a las hijas no oculta una primera vocación lacrimógena, de corte hollywoodense.

DE ESTE MODO se van desmantelando una a una las mejores posibilidades de la propuesta inicial, hasta el punto en que la reflexión moral sugerida y las posibles reivindicaciones de género derivan en algo parecido a una tediosa confidencia en grupos de autoayuda, o en una semblanza edificante sobre el gusto por la vida en situaciones límite. Las invasiones bárbaras o Wilbur, cómo suicidarse sin morir en el intento, películas también de esta Muestra, han abordado con mayor fortuna y coherencia el tema que interesa a Coixet. Lo más rescatable de La vida sin mí es, sin duda, la notable actuación de Sarah Polley, quien confiere convicción y fuerza al drama de la protagonista, muy por encima de diálogos y situaciones realmente inverosímiles.

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