México D.F. Domingo 14 de marzo de 2004
Julio Larraz celebra 30 años en la pintura
con exposición en el Museo de Arte Moderno
''Nunca he pensado que el arte tiene que ser la minifalda
del momento''
MERRY MAC MASTERS
A Julio Larraz le molesta lo que ''no se puede hacer''.
Tal vez por eso se dedica a la pintura realista, tradicional, a modo de
protesta. ''La mayoría de los pintores somos así: nos gusta
desobedecer, tener nuestro propio criterio". Y eso que reconoce tener un
gusto "ecléctico", que incluye a la pintura abstracta.
Dueño
de una trayectoria sólida, como demuestra la exposición Julio
Larraz. Treinta años de trabajo, de obra sobre papel, abierta
en el Museo de Arte Moderno, el pintor no se queja: ''Me fue muy bien a
pesar de que la crítica me soslayaba por completo, porque nunca
he pensado que el arte tiene que ser la minifalda del momento. Entonces
me mantuve marginado durante mucho tiempo. Por eso, después de admirar
su pintura, le tengo amor a Rufino Tamayo, quien, a su vez, estuvo marginado
porque no era la moda".
-¿Qué significa el arte para usted?
-La pintura, si es buena -ya sea minimalista, realista,
abstracta, figurativa-, es buen arte. Punto. No hay nada que discutir en
eso. Lo que detesto es la intromisión de la mala pintura, y su exaltación
por la crítica, simplemente porque es lo que se debe hacer en el
momento. Como ahora que mucha gente dice que la pintura ya murió...
-¿Qué piensa de eso?
-Pues, en paz descanse. Estoy de acuerdo con ellos. Mejor
todavía para los pocos que nos quedamos pintando. Que se muera y
la entierren; yo sigo pintando.
Nacido en La Habana, Cuba, en 1961, Julio Fernández
Larraz partió a los 16 años rumbo a Estados Unidos con su
familia. Aunque ya hacía caricaturas, más bien pensó
estudiar derecho. En Estados Unidos no tuvo los medios para ir a una ''buena''
escuela de arte. Poco a poco se integró al mundo periodístico,
en el que se dedicó a la caricatura y trabajó por su cuenta
en diarios como The New York Times, Chicago Tribune, The Washington
Post, e inclusive la revista Vogue.
En su preparación le ayudaron pintores neoyorquinos,
como Burt Silverman, David Levine y Aaron Shikler. Puso su estudio, empezó
a pintar de lleno, y en 1971 tuvo su primera exposición en las galerías
Pyramid, de Wahington.
Sin miedo a las etiquetas
Para Larraz, las imágenes de sus cuadros son las
de todo pintor: ''O las perseguimos o las abandonamos. Me agarro de ellas
como una soga en alta mar, porque creo que si se materializan de alguna
forma por qué no aprovecharlas. Otra vez vienen de personajes que
he dibujado en la vida real, que a veces no tienen nada que ver ni con
el título ni con el oficio que les doy. No sé de dónde
vienen. Es un misterio, pero no me inquieta. Al contrario, me parece que
son fantasmas amigables''.
A la pintura de Larraz le han colgado calificativos como
surrealismo, metafísica, realismo mágico y neorrealismo americano.
El artista dice no preocuparse por dichas clasificaciones, tampoco por
la venta de sus obras -reconoce que las compran-, en la medida que ''eso
conduce a la pérdida del principio que lo motivaba a pintar, que
es una magia especial que no se puede explicar".
-¿Cómo no perder ese estado de inocencia?
-No creo que sea de inocencia. Es un estado de contemplación,
es un encuentro con uno mismo. Pero esto requiere no sólo de ecuanimidad,
sino también de la tranquilidad para estar a tono con ese sentimiento.
Por eso he vivido al margen de los grupos de pintores. En primer lugar
porque me gusta la soledad. Lo otro no conlleva a nada especial a menos
que uno necesite la compañía para darle validez a lo que
hace.
-¿Con el tiempo la crítica se fijó
en su obra?
-Sí, pero no creo que el pintor latinoamericano
tenga en Estados Unidos la relevancia que debería tener. He funcionado
en ese mundo, en el de Nueva York, pero tampoco me he sentido marginado.
He hecho mi obra. Lo otro lo veo de una forma más alejada. Pero
veo que la crítica estadunidense no se fija en el arte latinoamericano.
No quiero pensar que sea proteccionismo.
Hace cuatro años Julio Larraz se mudó a
Italia, donde ha experimentado con la escultura por el gusto de ver algunas
de sus obras en tercera dimensión. Además, "me gusta mucho
la cosa táctil del barro. Hago las esculturas en barro y con el
tiempo las transfiero al bronce". Una pieza, La estación espacial,
consiste de "una serie de tazas montadas unas arriba de las otras, en forma
precaria. Remata el conjunto una cafetera como las del viejo oeste".
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