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México D.F. Domingo 14 de marzo de 2004
De Cortázar a Arreola
A 20 años de su muerte, cumplidos el 12 de febrero,
Julio Cortázar sigue maravillándonos. Ahora lo hace con la
aparición de un texto inédito: una carta que el escritor
argentino remitió en 1954 a su colega mexicano Juan José
Arreola, también ya fallecido. En la misiva, el enormísimo
cronopio explica al autor de Confabulario su concepto de cuento.
La Jornada pública hoy esa epístola proporcionado
a este diario por la revista Universidad de México, que,
a su vez, lo recibió de Orso Arreola, hijo del narrador jalisciense.
El escrito forma parte del material de la más reciente edición
de la publicación universitaria, la cual está dedicada a
Cortázar y será presentada este lunes, a las 19 horas, por
el escritor Carlos Fuentes, en la librería Julio Torri del Centro
Cultural Universitario (Insurgentes Sur 3000).
París, 20 de septiembre de 1954
Querido Arreola: Hace varias semanas Emma me mandó
sus dos libros, y al abrirlos me encontré con unas dedicatorias
que me llenaron de alegría. Pero todo eso es nada al lado de la
alegría de leer los cuentos, a toda carrera primero y después
despacio, tomándome mi tiempo y sobre todo dándoles a ellos
su propio tiempo,
el que necesitan para madurar en la sensibilidad del que los lee. Ya habrá
observado que uno de los problemas más temibles de los cuentos es
que los lectores tienden a leerlos con la misma velocidad con que devoran
los capítulos de una novela. Naturalmente, la concentración
especial de todo cuento bien logrado se les escapa, porque no es lo mismo
estirarse cómodamente en una butaca para ver Gone with de Wind
que agazaparse, tenso, para los dieciocho minutos terribles de Un
chien andalou. El resultado es que los cuentos se olvidan (¡como
si pudiera olvidarse Bliss, como si pudiera olvidarse El prodigioso
miligramo!) ¿No deberíamos fundar una escuela para educación
de lectores de cuentos? Empezando por quitarles de la cabeza todas las
ideas recibidas que existen desgraciadamente sobre la materia, rehaciéndoles
la atención, la percepción y hasta los reflejos. Ya es tiempo
de que en las universidades se cree la cátedra de cuentos, como
suele haberla de poética. ¡Qué estupendas cosas se
podrían enseñar en ella! Por lo demás los primeros
colaboradores de la cátedra (como alumnos o profesores) deberían
ser los mismos cuentistas. Es curioso que muchos de ellos no han reflexionado
jamás sobre el género. No hablo de la reflexión estilística,
pues no es imprescindible, sino de esa meditación primaria, en la
cual colaboran por partes iguales la inteligencia y el plexo, y que debería
mostrarle al cuentista lo riesgoso de su territorio, su complicada topografía,
y la responsabilidad que supone. El cuento está desprestigiado por
los cuentos. ¿Ha visto usted lo que se publica habitualmente en
las revistas? Para uno bueno, para un cuento que caiga parado como un gato
de un cuarto piso, el resto o son recortes de una situación mucho
más extensa (las tijeras son la haraganería del escritor,
o su incapacidad para seguir adelante), o difusos tratamientos de cualquier
tema, bueno o malo; lo que en realidad estropea a estos últimos
es siempre la falta de concentración, de "ataque". Y me parece que
lo mejor de Confabulario y de Varia Invención nace
de que usted posee lo que Rimbaud llamaba le lieu et la formule,
la manera de agarrar al toro por los cuernos y no, ay, por la cola como
tantos otros que fatigan las imprentas de este mundo. Y por eso acabo de
leer sus cuentos -y releer los que más me gustan, y después
superleerlos, que consiste en leerlos en el recuerdo-, y estoy contento.
No por una razón hedónica, o porque me agrade saber que usted
es un gran cuentista, sino porque vuelvo a sentirme seguro de que usted,
de que yo, y de que otros cuya lista me ahorro porque usted la conoce de
sobra, no estamos equivocados en el enfoque del cuento que hemos elegido
y por el cual seguimos andando. Los franceses, por ejemplo, se equivocan
de medio a medio en su tratamiento del cuento. ¿Cómo decirlo?
juegan al futbol en vez de torear, someten la materia narrativa a una serie
de evoluciones y combinaciones complejas, a largo plazo, es decir, aplican
la técnica privativa de la novela y que en ella da resultados maravillosos
(que lo digan Balzac, Stendhal y Proust). Porque no ven -y esto es capital-
que el cuento es una cuestión de lenguaje formando cuerpo con el
relato, y entonces escriben sus cuentos exactamente con el mismo lenguaje
más o menos discursivo de la novela. Pero dando un paso más
abajo, no cuesta ver que ello sucede porque el impulso motor del cuento
es novelesco, y ahí está la gran macana como decimos
en la Argentina, ahí está la burrada sin perdón, creer
que un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse con la larga
operación de encontrar diamantes, que eso es la novela. No me gustan
las fórmulas pero me parece que aquí tengo razón:
un cuento es siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de
la búsqueda del vellocino. La novela es una maravilla, pero su técnica
malogra el cuento. Todo esto se lo decía yo a Emma en otra carta,
pero me gusta repetírselo a usted al correr de la máquina,
porque además tengo las pruebas más sólidas posibles
que son sus cuentos. En sus libros hay cuentos de ensayo (y usted me lo
previene en Varia Invención, donde habla de "balbuceo"),
donde se ve cómo anda buscando el tono justo, y a veces no lo encuentra
y el cuento se queda con una pata en el aire ("El Fraude", por ejemplo,
y no sé si usted estará de acuerdo). Pero la casi totalidad
en los cuentos de ambos libros dan de lleno en el blanco. Se lo siente
desde la primera línea. No se puede decir cómo, es una cuestión
de tensiones, de comunicación. Yo creo que el blanco debe
sentir una cosa así, según que la flecha lo alcance en los
bordes (dos puntos) y el pleno centro (50 puntos, y a veces uno se gana
un pollo). Es fulminante y fatal. Y empiezo a leer "De balística"
-no crea que lo cito por asociación con las flechas y el blanco-,
o "El lay de Aristóteles", y se acabó: instantáneamente
pasa la corriente, se establece el circuito, y ya se puede caer el mundo
encima que no soy capaz de sacar los ojos de la página. Yo creo
que detrás de todo esto está ese hecho sencillo (y por eso
tan inexplicable) de que usted es poeta, de que usted no puede ver las
cosas más que con los ojos del poeta. Conste que no insinúo
que sólo un poeta puede llegar a escribir hermosos cuentos. En rigor
el cuento es una especie de parapoesía, una actividad misteriosamente
marginal con relación a la poesía, y sin embargo unida a
ella por lazos que faltan en la novela (donde la poesía vale apenas
como aderezo, y es siempre una lástima por la una y por la otra).¿Cómo
le vienen a usted los cuentos? Yo, que incurro además en la poesía
-por lo menos escribo poemas-, no he podido advertir hasta hoy diferencia
alguna en mi estado de ánimo cuando hago las dos cosas. Mientras
escribo un cuento, estoy sometido a un juego de tensiones que en nada se
diferencian de las que me atrapan cuando escribo poemas. La diferencia
es sobre todo técnica, porque los "cuentos poéticos" me producen
más horror que la fiebre amarilla, y estoy siempre muy atento a
que lo que ocurre en mis cuentos proponga al lector una estructura definida,
una realidad dada, por irreal que sea para los ojos del lector de periódicos
y los seres con-los-pies-en-la-tierra (¿qué son los pies,
qué es la tierra?). Si encuentro en sus cuentos una fraternidad
que me emociona y me hace desear ser su amigo, es precisamente esa soberana
frescura con que planta usted sus árboles de palabras. Los planta
sin el rodeo del que prepara literariamente su terreno y "crea una atmósfera",
como si la atmósfera no debiera ser el cuento mismo, la emanación
irresistible de esa cosa que es el cuento. Un Henry James es un gran cuentista,
pero sus cuentos son siempre hijos de sus novelas, están sometidos
a la misma elaboración circunstancial previa, esa técnica
de envolver al lector antes de soltarle el meollo del cuento. Cuando
usted escribe "El rinoceronte", le basta la primera frase (¡qué
perfecta!) para que uno se olvide que está sentado en un sillón
en un segundo piso de la rue Mazarine (una linda calle, créame)
y que dentro de 10 minutos le van a avisar que la comida está pronta.
El "extrañamiento", el traspaso al cuento es fulminante. Usted es
una hormiga león, si son las hormigas león las que hacen
un embudo en la arena para que sus víctimas resbalen al fondo. Cuatro
palabras y zás, adentro. pero vale la pena ser comido por usted.
Como
esta carta no es una reseña, no le hablaré en detalle de
todo lo que podría surgir de mis lecturas. Pero hay algo que, por
ser tan infrecuente en nuestra América, me interesa señalarle.
Me gusta su brevedad. Quizá con excepción del "El cuervero",
tan sabroso para un argentino que se queda maravillado de los giros, de
la plástica de ese idioma que hablan las gentes mexicanas, creo
que sus mejores cuentos son precisamente los cortos. Me asombra lo que
usted es capaz de conseguir con tan poca materia verbal. "Sinesio de Rodas"
por ejemplo -que como otras cosas suyas me hacen pensar en Borges, y creo
que no es poco decir-, y es conmovedor y hermosísimo "Epitafio",
que me trajo a mi François Villon de cuerpo presente, enterito con
toda su dolida humanidad que sigue bailando aquí, cerca de mi casa,
en las callejuelas de la place Maubert, antiguo refugio de truhanes y putas
opulentas y sentimentales.
Podría seguir diciéndole tantas cosas, pero
no quiero aburrirlo. ¿Nos veremos alguna vez? Si no viene usted
por aquí, escríbame algún día que tenga ganas.
Yo le iré mandando lo que publique, que será poco porque
en Argentina las posibilidades editoriales están cada día
peor. En todo caso le mandaré copias a máquina. Y usted también,
mándeme sus cosas. Mi mujer, que ha leído sus cuentos con
la misma alegría que yo, se une a mí en el gran abrazo que
le enviamos, y que usted hará extensivo a Emma, tan buena e inteligente,
y a la muy encantadora Anita y a los Alatorre.
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