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México D.F. Domingo 14 de marzo de 2004
Angeles González Gamio
Goeritz y la Catedral
En 1949, Ignacio Díaz Morales, relevante arquitecto jalisciense, acababa de fundar la Escuela de Arquitectura de la Universidad
de Guadalajara y tuvo la gran idea de invitar como maestro a Mathias Goeritz, artista polaco que había destacado en Europa -para bien y para mal- por sus ideas avanzadas y sus audacias en el arte abstracto.
En la bella ciudad tapatía, además de su trabajo en la universidad fundó la galería Arquitac, que exhibió a artistas en ese momento poco conocidos en México, como Henry Moore, Paul Klee, Miró, Picasso y Archile Gorky, y creó originales esculturas, como su célebre El animal, que Luis Barragán convirtió en símbolo del Pedregal de San Angel. Cultivó una estrecha amistad con el pintor Jesús Reyes Ferreira, el rey del color, y con Luis Barragán. El notable trío gestó varias de las mejores obras de arte mexicano contemporáneo, entre las que sobresalen las Torres de Satélite.
Como escultor y diseñador realizó muchas obras en México, así como en Francia, Israel y Estados Unidos. En estas crónicas hemos hablado del maravilloso trabajo que llevó a cabo en la iglesia de San Lorenzo, en el Centro Histórico de la ciudad de México, donde diseñó en el lugar del faltante altar principal, un genial bajorrelieve titulado La mano divina, ahora parcialmente cubierto por una triste copia de un altarcito barroco. También diseñó los vidrios que cubren las ventanas y óculos. Estos vitrales constituyen cada uno una auténtica obra de arte; los originales diseños destacan con los reflejos de los coloridos vidrios que trabajó personalmente con los maestros artesanos de Carretones, que con manos amorosas los realizaron.
Este bello arte lo desarrolló también en el antiguo convento de Azcapotzalco, en la sinagoga Maguen-David, en el templo de Tlatelolco y en las catedrales de Morelos y la Metropolitana, nuestra majestuosa Catedral. Nos enteramos con pena que buena parte de estas obras de arte están destruidas o severamente dañadas, por lo que un funcionario de pocas luces propuso sustituirlas por vidrios ordinarios. Afortunadamente el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes ya aclaró que esto no va a ser así y que están en la búsqueda de los diseños para restituirlos.
Ya que estamos en este tema, vale la pena recordar algunos datos que hemos escrito acerca de la Catedral, que en estos días cobran vigencia: en 1573 se comenzó la nueva iglesia mayor, con el impulso de Felipe II, quien quería que fuera tan suntuosa como la de Sevilla. Esto presentó muchas dificultades; el virrey Luis de Velazco le explicó que los cimientos tendrían que levantarse sobre agua y que para desalojarla tendrían que gastarse sumas considerables. Añadía su preocupación por los temblores, "tan dañosos para los edificios de mampostería y para los que tuvieran grande altura".
Como suele suceder, se impuso el capricho del soberano y se inició la magna obra con fondos de la Corona, de los indios que tuviese el Arzobispado y de los vecinos y encomenderos dueños de pueblos. Cuarenta años duró la consolidación de los cimientos y transcurrieron casi 250 años más para que se concluyera.
En las cerca de tres centurias que tardó la construcción, inumerables virreyes impulsaron la obra, varios encargados terminaron en la cárcel y más de uno en la horca y la picota. Costumbre frecuente durante el virreinato era dejar la cabeza del infeliz clavada en un palo en la Plaza Mayor. El contratista Cristóbal de la Placa fue encarcelado "por no haber cumplido el contrato que tenía para entregar piedra blanda para la fábrica de la catedral". Un tiempo puso orden el virrey Moya de Contreras, hombre de mano dura; al percatarse de los malos manejos, suspendió a varios oidores, hizo ahorcar a algunos oficiales reales y limpió los tribunales, consiguiendo con ello, nos dice el excelso cronista Manuel Rivera Cambas, "que no quedaran en ellos sino ministros íntegros, incapaces de prevaricar".
Cuando por fin se terminó la obra mayor, el 22 de diciembre de 1667, se realizó una solemne ceremonia de Dedicación, que se inició con una procesión en la que participaron el virrey, las congregaciones religiosas, los gremios y la gente "elegante". Se iluminó la ciudad y se prendieron fuegos artificiales en la única torre que tenía.
Y vámonos a la pausa gastronómica. Seguramente cuando Mathias Goeritz estaba haciendo sus vitrales en el Centro Histórico, en los días de calor se iba a tomar una cerveza de barril bien fría, fuera en caña o en tarro, al famoso Salón Corona, que desde hace 76 años funciona en su local de Bolívar 24, acompañando el fresco brebaje con buenos cocteles de mariscos y ricas tortas y tacos. Muy oportunas para la cuaresma, las tortas de pulpo y las de romeritos, ambas suculentas. [email protected]
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