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México D.F. Lunes 8 de marzo de 2004
Hermann Bellinghausen
La tía de todos
Aunque propiamente no era tía de nadie, Noelia era lo que Acevedo llamaba "una tía perfecta". Cuando la conocí, siendo niño, estaba avejentada lo suficiente para ubicarse más allá de las tentaciones, y por lo tanto de robar el sueño a las consortes de la familia. Para entonces, más que anécdotas comprobadas, la rodeaban ciertos mitos y una aureola de mujer fatal en sus buenos años a la que, ronca de voz, cuerpo en buen estado y una irónica coquetería, ella misma daba pie.
A los niños no nos quedaba claro por qué era nuestra tía. Intuíamos poderosos sus antecedentes, pero los ignorábamos. Los adultos hacían referencia elípticas al pasado de Noelia desde un terreno de sobreentendidos impenetrables.
Fue la hija menor, lo que llaman "santanazo", de doña Aurelia Espinosa, cristianísima mujer que desde su muerte ha permanecido como candidata a santa. Había estampitas de ella en las casas de mis otras tías, en la parroquia de la colonia y frente al reclinatorio de mi tía abuela Celia. Sin entender los motivos, vislumbrábamos que el principal obstáculo ante el Vaticano para canonizar a doña Aurelia resultaba ser... la tía Noelia. El asunto se soslayaba por sistema, que es una forma punzante del recuerdo.
Nosotros la queríamos bastante, porque estaba loca. Nos reíamos con ella. Contaba las mentiras más entretenidas y los chismes más tremendos durante la sobremesa y ni mi papá la lograba callar. En realidad, a todos nos hacía el día con sus visitas.
Que oyera las canciones de Olimpo Cárdenas con aparente arrobo abonaba las versiones de su presunta "corrientez" según mi madre, que desmentían sus conocimientos de historia y su increíble sensibilidad poética (entendida como visión general del mundo). Contaba la historia en primera persona, con presidentes y generales, muralistas y conspiradores, arzobispos y morfinómanos notables. Sus relatos iban tan atrás en el tiempo que uno debía concluir que era más vieja o más mentirosa de lo que parecía.
Acevedo era algo así como maestro supernumerario en la escuela de los salesianos. No tenía clase ni horario, pero estar ahí era su trabajo. Se hizo novio de Elenita, una de mis tías jóvenes, y empezó a llegar seguido a la casa. En esos tiempos los noviazgos duraban cinco, seis años, antes del indefectible casorio. Acevedo pasaba por ser un tipo culto, "de mundo". Al menos para nosotros, que éramos una familia de tantas. Y aseguraba con aire sabihondo que nada es mejor que una buena tía. Mi madre se escandalizaba de esas "obscenidades modernas" pero a mi papá le complacían sus comentarios y a nosotros nos entretenían. Contaba que de jovencito se enamoró de una tía viuda que demasiado pronto dejó de ser viuda, y tía, pero le educó la sensibilidad en la materia. "Cuando veo una buena tía, la reconozco enseguida", decía. (Vargas Llosa, y por lo tanto 'La tía Julia y el escribidor', aún no existían, así que no caben aquí sospechas de plagio). Noelia, para Acevedo, constituía un 'bocatto di cardinale', como tema, y como presencia.
Conociendo la calidad del percal familiar, resultaba extraordinario que mi mamá, sus hermanas y cuñadas se mostraran tan condescendientes con Noelia y todo lo que ella evocaba en los varones. Sólo me lo explico como un supremo sacrificio cristiano por redimir a la hija descarriada de doña Aurelia, en proceso de beatificación bajo la flamígera capitanía del padre Ezequiel, párroco de la colonia, vasco de procedencia, y por lo tanto paisano de los dueños de la panadería, patrocinadores del culto a la eventual santa.
Noelia no perdonaba sus "coñaquitos" después de comer, pero nadie se atrevía a reprocharle el vicio, salvo la tía abuela Celia, a quien ya nadie hacía caso cuando metía su cuchara, la pobre. Noelia podía decir y hacer lo que le viniera en gana. Su "amoralidad" pintaba su reputación de negro, y la convertía en carta fuerte para los abogados del diablo en la causa de doña Aurelia Espinosa.
Un día, por andar "de tentón", descubrí en un baúl de la azotea un sobresote con desnudos de la tía Noelia. Jovencita ella, y las obras muy artísticas. Deslumbrante, la tía. A partir de entonces la vi de otra manera, más cálida por así decir. Más hormonal e imaginativa. Inocencia e infancia son dos cosas que, como la vida misma, sólo sirven para ser perdidas. Ella se dio cuenta, pues me empezó a tratar como a un hombre, aunque seguía siendo un vil escuincle.
Los años pasaron. Las décadas. Noelia se hizo anciana, desapareció en un asilo, murió. Hasta mi tío Acevedo es ya un viejo. Dejaron este valle de lágrimas mi mamá, las tías más rezanderas, el padre Ezequiel y mucha gente más. De la causa vaticana de doña Aurelia no he vuelto a escuchar noticias. De Noelia tampoco, por eso hablo hoy de ella, para rescatarla un poco del piadoso olvido donde quedó archivada.
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