México D.F. Viernes 5 de marzo de 2004
Andy Gill
Los treinta años del disco Blood on the tracks/ y II
No sabía yo de los antecedentes folk de cantante de protesta de Dylan, y nadie me había ayudado a descifrar Subterranean homesick blues, esa rola rocanrolera que había inducido a sus fans del folk a reflexionar a partir de furiosas acusaciones de traición. Todo lo que sabía de la música folk era algo provinciano, con chavos de suéteres gruesos y con un interés malsano en las promesas de matrimonio con sirenas y hadas del siglo anterior. La noción de que pudiera cumplir una función periodística más contemporánea no había cruzado por mi mente.
No olvidemos tampoco el impacto de Dylan como icono. Ni siquiera los Stones ni Los Kinks ni los Pretty Things, que eran hasta el momento los más vilipendiados estilistas pop de aquella era, tenían una estampa tan extraña como la de Dylan.
Cierto, llevaban el pelo largo, que por esa época era la divisa de un roquero rebelde que se preciara de tal. Pero la melena de nido de pájaros de Dylan lucía en contraste como la clara manifestación de su actitud fuera de la ley, con sus Ray-Bans oscuros, como una metáfora coherente de su barroca imaginería y el nudo lírico de sus canciones. La estampa clara de un hombre en búsqueda endemoniada del sendero torcido que nadie se atrevía a tomar en el transcurso usual del pop.
Cuando concluyó la transmisión de Don't look back, supe que tenía mucho por investigar. Lo primero fue invertir todos mis ahorros en el primer disco elepé de mi vida: Bringing it all back home. Incluía la versión original de Mr Tambourine Man, que los Byrds habían convertido en un éxito, y las notas en la contraportada del disco, escritas por el propio Dylan, retumbaron con el magnífico alarido de la prosodia beat.
El misterio empezó desde entonces a acumularse y a tomar el lugar de lo que ahora no pasan de ser exudaciones de entusiasmo de algún diyéi analfabeto o el anuncio comercial de algún sistema para limpiar de estática los discos.
La razón central de mi obsesión por la obra de Bob Dylan estriba en que, a diferencia de cualquier otro estrella, a él no le preocupa si gusta o no a sus fans; incluso le tiene sin cuidado si lo entienden o no.
Sus canciones esquivan el portafolio de temas que tanto gusta a otros autores. Al contrario, deja a sus escuchas con más preguntas que respuestas.
Dylan no vende nada, no concede. Y es precisamente esta actitud hermética, desdeñosa, la que forjó de manera irresistible a una generación de jóvenes de pensamiento crítico, cuestionador.
ƑQuién más -se pregunta uno- está en esa misma línea? Nadie, por supuesto. La escena británica folk rápidamente vomitó un sucedáneo de Dylan en la forma de Donovan, pero fue obvio desde el principio que se trataba de un prospecto menos adorable que Dylan, quien parecía solazarse en desaires fieros y velados desprecios.
Eso también era algo por completo nuevo en el acaramelado mundo del pop. Se abrieron entonces las puertas a las expresiones emocionales que nadie había soñado que se podrían vociferar. De pronto era correcto odiar, enojarse, irritarse o herir. Nadie sería condenable por sufir como Brian Wilson, atrapado por la sombra secreta y la melancolía de lo que no era correcto expresar en las soleaditas canciones pop. Todos los canales se abrieron, todos los temas se pusieron a discusión.
Así como los sucesivos discos de Dylan expandieron su impacto sobre el mundo pop, el efecto en mí fue extraordinario. De la noche a la mañana mis conocimientos de la lengua inglesa mejoraron, ante el desconcierto de mis maestros. Nada más porque Dylan los mencionaba en sus canciones, me sentí atraído a los poemas de T.S. Eliot, Ezra Pound y Scott Fitzgerald. Desarrollé así un interés insospechado en la poesía y en la filosofía y asumí pretensiones intelectuales leyendo a Sartre y a Camus, bebiendo té ruso los sábados en Nottingham y escarbando en los significantes de las más abstrusas canciones de Dylan.
Quizá parecí un poco menso, pero no me arrepiento de todo ese aprendizaje. Fui lo bastante afortunado para poder emanciparme gracias a Dylan. El me dio la posibilidad de ver el mundo en términos de posibilidades infinitas. Me dio las primeras lecciones valederas de moral, estética y literatura.
Desde entonces ha sido una presencia constante en mi vida y el tema más absorbente de mi trabajo como crítico musical. Aunque debo admitir que hubo algunas turbulencias en mi devoción. Sucedió al tratar de defender la inocencia folk de Nashville skyline y Self portrait; y también cuando Dylan resurgió en los inicios de los años 80 como un pregonero del fuego eterno en los infiernos golpeando las puertas del cielo con una biblia.
Sus incursiones en otras disciplinas siempre produjeron resultados mezclados: desde hace tiempo extraño mi copia pirata de su interminable e impenetrable filme Renaldo y Clara, y no me resigno a haberlo perdido. Pero una y otra vez, justo cuando uno piensa que se ha ido, que se ha desvanecido por completo, aparece con algo que restaura su fe.
Lo hizo en 1989, con Oh mercy, y lo hizo 10 años después con Time out of mind y su continuación, Love and theft; pero la restauración total de su reputación ocurrió en 1975, cuando luego de una serie de discos mediocres había convencido a sus fans de que no era capaz de producir una obra del calibre de Blonde on Blonde, y reapareció con Blood on the tracks. Desde entonces resulta imposible perderse sus obras, incluso cuando ha realizado álbumes tan malos como Down in the groove.
Por supuesto que para los dylanianos duros no hay disco malo de Dylan. Al contrario, para ellos toda obra de Bob es poco menos que sagrada, ya sea que realicen un análisis duro o indulgente. Chris Johnson, por ejemplo, no quizo traer a la memoria que las letras de Love and theft podrían haber moteado las correspondencias con el libro de Junichi Saga, Confesiones de un yakuza.
Pero en algunos casos tal interés obsesivo disipa la magia de la obra de arte en cuestión, y es algo que he tratado de evitar ansiosamente cuando escribo sobre Dylan. Porque es fácil perderse en un bosque de notas al pie de página y alusiones, y es más fácil aún tomar el sendero equivocado persiguiendo una interpretación engañosa en alguna canción, lo cual ha provocado ataques de ira en el generalmente reservado autor de esas canciones. "Estúpidos, pendejos, eso son en ocasiones esos hermeneutas", fulminó Dylan en unas notas retrospectivas para la contraportada de uno de sus discos. "Son unos mensos, nos limitan a su propia mentalidad carente de imaginería."
Como la interpretación errónea que había provocado la furia de Dylan fue la de la canción You are a big girl now, precisamente de Blood on the tracks, fui muy cuidadoso a la hora de redactar Un simple giro del destino, incluso me cuidé de no resultar intrusivo. Muy pocos artistas apreciarían eso, para ser honestos hay quienes estarían dispuestos a matar por contar con un poquito de la atención sustanciosa que se dedica a Dylan. Pero escribir acerca de un artista tan reclusivo como Dylan, uno puede llegar a sentirse como un merodeador.
Y ciertamente Dylan ha vivido mucho de esto. Desde los dejos inocentes de los fans que merodean los hoteles que frecuenta Dylan y se meten a los elevadores con una grabadora escondida con la ilusión de pescar al cantante en alguna eventual conversación privada, así sea breve. Pero él tiene derecho a una vida privada. Algunos de plano se pasan, como una saludable señora que se hizo pasar por la esposa de Dylan, hizo gastos en su nombre y canceló unas reservaciones de hotel que la familia Dylan había hecho para unos días de vacaciones. Pero ella resultó la engatusada porque siguió un falso reporte de prensa que ponía a Bob de viaje a Jamaica. Cuando la impostora se apareció en la puerta de abordaje del vuelo, fue arrestada por las autoridades. Imagínense si Dylan no es celoso de su privacía que ha llegado a disfrazarse, en pleno sol de verano, con lentes oscuros y una chamarra de esquimal, para pasar según él desapercibido.
Las intrusiones de los críticos musicales son menos evitables y, según mi convicción, menos dañinas. Porque de veras que resultan inevitables para un artista de su calibre, que combina el talento proteico de Picasso con el potencial interpretativo de James Joyce y la pasión del blusero Robert Johnson. Todas sus facetas creativas estimulan un interés intenso como fuente nutricia de inspiración. Por eso demanda tanta atención su obra.
Los músicos reunidos en Minneápolis este martes celebraron aquel momento cuando, por algunas horas tan intensas, Bob Dylan atravesó sus vidas.
Así es la cosa con Bob. Porque, como dijo un amigo, somos afortunados de compartir su era.
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Traducción: Pablo Espinosa
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