Crónica Sero
Joaquín Hurtado
Plac ploc, plac ploc, las rueditas de la desvencijada
camilla hacen un sonido que me arrulla mientras me conduce de la habitación
216 (cortinas raídas, manchas de origen indefinibles en las paredes,
camastro de la primera guerra mundial) hasta el quirófano. El camillero
porta cubrebocas y lentes de dentista. Sospecho que viene molesto porque
no responde a mis bromas cuando el ascensor se sacude horrible mientras
bajamos. A toda prisa me lleva por este pasillo donde puedo ver los boquetes
y manchas de agua trasminada en el techo. Qué lamentable, qué
deprimente el servicio de salud pública en mi patria humana y generosa.
Hospital paupérrimo a pesar de pertenecer al poderoso
sindicato magisterial. Cuento las lámparas, pierdo la cuenta, canto
cualquier tontería para paliar la ansiedad, me pregunto si el camillero
será tan guapo como me lo imagino detrás de esa máscara
de fieltro. El camino me parece eterno. Tengo miedo. Si salgo con vida
del bisturí quizás no sobreviva a la sepsis de un nosocomio
sucio, descuidado, maloliente, fruto de la rapiña y la mala administración
sindical.
Mi mujer me alcanza en el área de preparación,
antesala del horror, escala previa al recinto de cirugía donde el
doctor Lozano hará lo posible por zurcir mi sufrido recto. "Vas
a quedar como señorita", bromea Rosalinda. "Cuidado y te quito los
pretendientes", le respondo. Me rodean tres mujeres en sendas camillas,
se recuperan de misteriosas intervenciones. Veo sangre en sus sábanas,
escucho ayes de dolor conforme la anestesia va cediendo. Me tranquiliza
el bip intermitente de los aparatos que monitorean las funciones vitales
de las convalecientes, de las incansables lloronas.
Media hora entre quejumbres, casi al límite de
mi paciencia, y de pronto, desde algún lugar allá en el fondo,
gritan: "traigan a Joaquín". Es la voz de Lozano. El mismo que en
la consulta de evaluación me confirmó la necesidad de meter
cuchillo en mis entrañas, pero que me embarró la realidad
de un país cayéndose a pedazos: "pues, efectivamente, la
cirugía es muy sencilla, quince minutos y su problema de prolapso
rectal quedará resuelto, sólo tenemos un problema". "¿Un...
problema?", finjo no entender. "Así es --prosigue el especialista--:
si no tengo el equipo adecuado para mí y mi gente no puedo exponerlos
a semejantes riesgos; la clínica se encuentra en una severa crisis
financiera, como nadie le quiere fiar es posible que no me lo consigan.
Si no me lo consiguen, suspendo la operación en el último
momento. ¿Entiende?"
De entender, entiendo perfectamente. Pero no lo acepto.
Y como no tengo alternativa porque pobre soy y Lozano es bueno con el cuchillo,
mejor cerré la boca, apreté las mandíbulas y acepté
sin chistar semejante humillación. Salí feliz a la calle,
mi mujer me pregunta cómo me fue con la valoración. Estoy
desbocinado del tesorito y ya me lo van a coser, pero me han desconchiflado
el amor propio. Así, violado en mi orgullo de activista de pocas
pulgas, aquí vine a caer: al blink blank de las maquinitas electromecánicas
con olor a cloroformo, al borbotear del oxígeno en un frasco manoseado,
al biiip de los monitores, al ay de las damas anónimas, y al plac
ploc de la camilla que ya me lleva en cámara lenta al quirófano
donde me esperan los cirujanos perfectamente equipados para intervenir
al monstruo.