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México D.F. Miércoles 18 de febrero de 2004

John Berger/ I

Un retrato de Ginebra "Veamos qué te puedo brindar"

LLa ciudad de Ginebra es tan contradictoria y enigmática como una persona viva. Podría llenar su tarjeta de identidad. Nacionalidad: neutral. Género: femenino. Edad: (interviene la discreción) se ve más joven de lo que es. Estado civil: separada. Ocupación: observadora. Características físicas: un poco encorvada debido a su miopía. Señas particulares: sexy y propensa a los secretos. Ninguna guía confirmaría lo anterior, pero ciertos escritos de Conrad, Graham Greene y Jorge Luis Borges, sí.

En el cielo de Ginebra las nubes dependen de los vientos -los dos más notables son el bise y el foehn- llegados de Italia, Austria, Francia o de abajo, del valle del Ródano, de Alemania, los Países Bajos y el Báltico. Algunas veces vienen de tan lejos como Africa del Norte o Polonia. Ginebra es un lugar de convergencia, y lo sabe.

Por siglos, los viajeros que han cruzado por aquí dejaron cartas, instrucciones, mapas, listas, mensajes, para que Ginebra los entregue a otros viajeros que habrán de arribar. Ella los lee con una mezcla de curiosidad y orgullo. Aquellos desafortunados que no nacieron en nuestro distrito, concluye, parecen obligados a dejar atrás cada una de sus pasiones, y la pasión es un infortunio cegador. Su oficina central de correos fue diseñada para ser tan imponente como su catedral.

A principios del siglo XX, Ginebra fue el punto de encuentro más común de los revolucionarios y conspiradores europeos -igual que ahora es un lugar de citas para los mafiosos del nuevo orden internacional. De modo más permanente, aloja la Cruz Roja Internacional, las Naciones Unidas, la Oficina Internacional del Trabajo, la Organización Mundial de la Salud y el Concilio Ecuménico de Iglesias. Cuarenta por ciento de su población es extranjera. Veinticinco mil personas viven y trabajan aquí sin papeles. En Naciones Unidas, unos 24 hombres trabajan tiempo completo llevando y trayendo legajos y cartas de un departamento a otro.

Para los conspiradores, y para todos los acongojados o complacientes negociadores, Ginebra ofrece desde siempre tranquilidad, su vino blanco que tiene un dejo a caracol de mar fosilizado, viajes por el lago, nieve, peras hermosas, puestas de sol con reflejos en el agua, carámbanos en los árboles, por lo menos una vez al año, los elevadores más seguros del mundo, pescado ártico de su lago, chocolate de leche y un confort tan incesante, discreto y eficaz que se torna lascivo.

Pese a su descendencia directa de Calvino, nada que escuche o atestigüe la conmueve. Nada la tienta, o al menos, nada obvio. Su pasión secreta (porque por supuesto tiene alguna) está bien escondida y sólo unos cuantos la han desentrañado -entre ellos Jorge Luis Borges, quien en 1955, ya casi ciego, fue nombrado director de la Biblioteca Nacional en Buenos Aires.

En el lado sur de Ginebra, muy cerca de donde el Ródano desemboca en el lago, hay un grupo de calles rectas, angostas y algo cortas, plenas de edificios de cuatro pisos, construidos originalmente en el siglo XIX como apartamentos residenciales. Tiempo después algunos se convirtieron en oficinas, otros siguen siendo viviendas.

Hay la sensación de que estas calles fueran pasillos que corren entre los anaqueles gigantes de una especie de biblioteca. Cada hilera de ventanas cerradas, vista desde la calle, es como la puerta con vidrios de algún estante o gabinete. Las puertas cerradas, de madera barnizada, son los cajones cerrados de los catálogos de la biblioteca. Tras los muros de estas calles todo espera ser leído. Yo les llamo El Archivero.

Nada tienen que ver con los inmensos archiveros reales de la ciudad, donde se apilan los informes de infinidad de comités, olvidados memoranda, resolutivos aprobados, minutas de millones de reuniones, los hallazgos de oscuros investigadores, desesperadas peticiones públicas, legajos clasificados como secretos, borradores de discursos (garabateados con frases amorosas en los márgenes), profecías tan precisas que tuvieron que desaparecer, quejas contra los intérpretes y presupuestos anuales interminables -todo esto almacenado en los rincones de las oficinas de las organizaciones internacionales. Lo que espera ser leído en los anaqueles de las calles de El Archivero es privado, único y casi intangible.

La Rue de la Maitresse es una de estas calles. Borges vivió ahí en un hotel los últimos seis meses de su vida. Había decidido que no quería morir en Buenos Aires sino en Ginebra, la ciudad que, le gustaba repetir, era uno de su hogares.

Setenta años antes, en el verano de 1914 cuando tenía 15 años, su familia vino de visita desde Argentina y se vio atrapada en Ginebra por el estallido de la guerra, así que Borges fue a la escuela en el College Calvin. La familia vivió cinco años en la Rue Ferdinand Hodler, otra calle de El Archivero no lejos de la antigua sinagoga. Hoy el hotel de la Rue de la Maitresse se transformó en una discoteca llamada Piccadilly Dancing y junto a ella está la agencia de una línea aérea.

No obstante, si uno camina por esa calle, observa sus puertas y capta el destello de las ventanas y su reflejo en otras, puede sentir los secretos meticulosamente dispuestos que esperan discretamente a que un día alguien los descubra y los estudie.

La pasión de Ginebra es descubrir, catalogar y revisar lo que quedó guardado. No sorprende entonces que sea miope. ƑY qué le deja esta secreta pasión? ƑQué alivio le brinda? Satisface su insaciable curiosidad.

Es una curiosidad que nada tiene que ver -o muy poco- con la manía de interrogar o con el chisme. Ginebra no es ni conserje ni juez. Es una observadora, una fascinada por la mera variedad de los predicamentos y consuelos humanos.

Ante cualquier situación, no importa qué tan extravagante, es capaz de murmurar ''Ya sé'', y luego añadir con gentileza: ''Siéntate ahí, veamos qué te puedo brindar''.

Es imposible adivinar si ese algo saldrá de un librero, de un botiquín, de un armario lleno de ropa o de una mesita de noche. Y extrañamente, el no saber de dónde proviene lo que ella ha de brindarte es lo que la vuelve tan sexy.

Alguna vez me cité en Ginebra con mi hija, Katya. Tenía que recogerla en la oficina del periódico donde ella trabajaba, para luego deambular por la orilla del Ródano, entre los viñedos. Era junio y el clima era cálido.

Primero tomemos un espresso, hay un café en la esquina, dijo.

Halló un sitio a pleno sol. Yo me senté en la sombra. Platicamos mientras bebíamos nuestro café, y luego dijo: ''Ƒves aquellos árboles?, ahí está enterrado Borges. Vamos. Tanto hablamos del asunto y nunca hemos ido''.

El cementerio tiene amplios prados y árboles altos. A primera vista casi no se distinguen las tumbas. Es un cementerio exclusivo, le llaman La Cimitière des Rois.

Obedientes, los pájaros cantaban entre el follaje. Casi todas las tumbas pertenecían a eminentes artistas y profesores universitarios locales. Emanaban un cierto engreimiento. Seguro sus fantasmas usan toga, pensé. Un tordo brincaba fastidioso por el pasto recién cortado. Le pedimos indicaciones a uno de los jardineros, un bosnio.

Por fin, encontramos el sepulcro en un rincón apartado. No tenía cubierta alguna. Era una simple lápida y un rectángulo de grava en el que había una canasta de mimbre con tierra y un arbusto grueso, de hojas pequeñas, muy oscuras, con frutos pequeños. Debo buscar cómo se llama, pues Borges amaba la exactitud de sus listados; le daban la posibilidad, al escribir, de aterrizar, como un tordo, justo donde quería. Toda su vida estuvo escandalosa y penosamente perdido en la política, pero nunca en la página que escribía.

Tengo que justificar lo que me hiere.

Poco importa mi ventura o desventura

Soy poeta.

Murió, su lápida lo anunciaba, el 14 de junio de 1986.

 

Traducción: Ramón Vera Herrera

© John Berger

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John Berger es escritor, guionista y crítico de arte. Ha estudiado en detalle la vida campesina, la experiencia de la migración a las ciudades, nuestras maneras de ver, y el impulso narrativo como búsqueda nodal del sentido. Actualmente vive en una comunidad campesina en Francia. Su libro más reciente traducido al castellano es La forma de un bolsillo, Editorial Era, 2003, que indaga variadas formas, no tan obvias, de la resistencia.

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