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México D.F. Lunes 16 de febrero de 2004
Hermann Bellinghausen
Subjetiva de Matilde
A pasos cortos, disciplinadamente nerviosos, Matilde López Xan encabeza, sigue, pastorea y acompaña a sus borregos por laderas y prados. Atrás va quedando el paraje donde nació hace más años que la carretera que ahora pasa cerca y que para ella es sólo un fenómeno meteorológico más, del que debe proteger en especial a sus animalitos.
Ayer no alcanzó a traer al pasto a los borregos porque tocó la ofrenda de calabazas para las cruces del pueblo, que antes fueron tres pero acabaron rodeadas por un enjambre de crucesitas de la gente. Tanta cruz, festonada y pintada en verde, o blanco, quiere mucha calabaza. De la grande, como sandía. Pesa.
Esta mañana tiró olote a los pollos, despidió las hijitas que quedaron con la agüelita. Antes de amanecer Manuel su esposo había salido al jornal. Matilde fue a arriar del corral los borregos, agarró el telar chico y lo metió en su bolsa de hilos. Agarró un palo bien pulido que hace las veces de báculo, y condujo los animales al prado.
Tiene su borreguita preferida. La Bola la nombra. Sus borregos y borregas se llaman, son seres especiales y entrañables, no mascotas ni ganado. A Matilde López Xan la idea de la barbacoa la horroriza. Le parece caníbal comérselas, como hacen en la ciudad. Cuando mueren les da sepultura, y las ovejitas que nacen las llama con los nombres que dejaron las muertas.
Estos días La Bola muestra los atributos que justifican el nombre que no heredó, es la primera llamada así. El frondoso pelambre, mullido y cálido, indica que pronto será trasquilada. No corre prisa.
Dentro de su tosquedad campesina, Matilde es una madre cariñosa para sus hijos, pero ningún abrazo le gusta más que el que da a La Bola alrededor del pescuezo, mientras apoya la mejilla en el lomo y siente soñar imágenes de fiesta, comida hirviendo, risas y flores amarillas como las que rodean ahora las orillas del bosque.
El balar de las oscuras bestias, pues son negras, llena el aire. Matilde López Xan tiende su telar de un tronco de oyamel, se sienta sobre una piedra, extrae las bolas de lana, y da en hilarlas. De ellas tramará los lienzos para hacer chuj, para falda como la que viste. Cuando corta de La Bola la lana, mucho hilo sale. Queda la pobre flaquita, pelona, como chiva. Mientras crece otra vez su pelo, poco se le antoja a Matilde abrazarla.
Allí está La Bola, con su jeta inexpresiva y rumiante, y sus ojos un poco tontos, un poco ausentes, un poco diabólicos: las pupilas hendidas, el iris amarillo, los párpados a media asta. Sugiere más un ídolo de piedra que un ser propiamente vivo. Si no fuera porque en este momento mea, y caga.
El tiempo con los borregos le agrada a Matilde. Es faena menos agotadora que ir por leña, partirla y cargarla. Que acarrear col y calabaza. Más como palmear tortilla, pero sin la lumbre.
Bordar también disfruta. Labor que hace en la casa. Disfruta de otro modo las grecas de huipil, no imagina colores porque el rojo, el azul, el morado están allí. Sólo las grecas, las flores del hilo sueña. Las figuraciones que le enseñaron de niña.
Matilde López Xan, mujer de un hombre murciélago, hilandera de la lana, madre, pastora descalza. Sueña campos de algodón que no conoce pero cree que remedan las nubes. Los días de frío que corren, el maíz se acaba, la plata no hay, el agua deserta de la manguera: por un momento las pesadillas extraviadas del diario se disuelven en el apacible balar de La Bola y las demás. En los dedos hilando.
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