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México D.F. Viernes 23 de enero de 2004
Mujer de Tlalnepantla relata el asalto de la
fuerza pública; su esposo resultó herido de bala
"Entraron por donde nadie los esperaba, y al llegar
a la plaza ya iban disparando"
Entre la gente de Osorio "no hubo un solo lastimado
y nosotros hasta muertos tenemos"
BLANCHE PETRICH
Convocadas por los llamados del campanario avisando del
inminente peligro, todas las mujeres de Tlalnepantla, Morelos, estaban
congregadas en la plaza del pueblo, alineadas en un cordón humano
que pensaba poder detener el paso de la temida fuerza pública. "Y
ahí estábamos -cuenta la mujer del pollero Roberto Espíndola-
todas las señoras, contando los minutos. Decíamos: 'Ojalá
que ya se acabe este martes 13, día de mal agüero'. Y ya ve,
lo peor llegó como a la una y media, ya en día 14".
La asamblea comunitaria había establecido dos turnos
para que la población resguardara el palacio municipal mientras
en Cuernavaca el gobierno estatal resolvía el conflicto poselectoral:
las mujeres de día y los hombres de noche. Pero la noche del 13
de enero todos, hombres y mujeres, salieron, alertados de la proximidad
de la policía estatal. Lo peor, dice la mujer, que se reserva su
nombre como débil medida de seguridad, fue ver en la oscuridad,
bajando del cerro y entrando por un camino de terracería por donde
nadie lo esperaba, las luces de las patrullas y camionetas de la seguridad.
Cuando
llegaron a la plaza ya iban disparando. Espíndola, que hacía
guardia cerca de la puerta de la alcaldía, fue de los primeros en
caer, con un balazo en el glúteo.
Desde la azotea del palacio municipal, su hijo Eric, de
16 años, podía ver en el campanario a los francotiradores.
Y mirando hacia abajo, distinguía a otros hombres armados escondidos
detrás de los maceteros del parque. En cuestión de minutos,
entre la balacera y las carreras enloquecidas de los pobladores, que no
esperaban esa lluvia de fuego, la familia se dispersó.
"En cuanto oímos las campanadas, agarré
a mi hija menor, de siete años, y la llevé a casa de mi mamá,
que vende pan en el centro. Mi mamá ya estaba cerrando la tienda
y me dijo que ellas ahí se iban a quedar, sin salir. Yo me fui a
los cordones que se estaban formando en la plaza, con las demás
mujeres. Todos queríamos estar preparados, no nos fueran a agarrar
desprevenidos. La gente de Elías Osorio llevaba ya rato provocando,
insultándonos. Y los nuestros bien que se contuvieron, nadie los
agredió. O si no, ¿cómo cree usted que siendo ellos
tan poquitos, y nosotros tantos, ellos no salieron con un solo lastimado
y nosotros hasta muertos tenemos?"
Cuando las camionetas de seguridad pública llegaron
a la plaza, después de burlar el retén que la gente había
instalado en la única carretera de entrada, la atravesaron disparando
sus ametralladoras. "Yo -dice la mujer- corrí a casa de mi mamá,
angustiada. Y encontré todo apagado, cerrado. Como loca me puse.
Entonces volví corriendo hacia la alcaldía, porque mi hijo
andaba en la bola. Y tampoco lo hallé. Ni siquiera supe que mi esposo
había caído herido. ¡Diosito santo, no se imagina qué
susto traía, corriendo de un lado al otro!"
La abuela y la hijita, supo después, habían
salido a toda prisa cuando oyeron en la calle el grito: "¡Que vienen
los granaderos!" En la oscuridad se internaron en el bosque, como muchos
otros, buscando las veredas que conducen al pueblo de San Juan, municipio
de Tlayacapan. A la viejita, octogenaria, la iban casi jalando. Seis horas
después llegaron al refugio.
Al padre, Roberto Escalante, sus compañeros lo
levantaron y llevaron a casa de un compadre, buscando pastillas para el
dolor. Pero nada se podía hacer. Tenía una herida profunda;
la bala había entrado por el glúteo y salido por el muslo.
Sangrando profusamente, tomó camino, por el monte, a San José.
Eric, entre tanto, no dejaba de brincar de un lado al
otro, testigo ocular de casi todo lo que ocurrió aquella noche.
A él le consta -asegura- que la imagen del hombre muerto que las
televisoras mostraron como Gregorio Sánchez, padre de su mejor amigo,
no corresponde. Goyo Sánchez, que también falleció,
"llevaba una chamarra negra y cayó cerca de un murito. Cuando le
pegó el disparo, otros señores lo levantaron y se lo llevaron
a Cuautla, adonde llegó ya muerto. El otro difunto -dice Eric- tenía
camisa a cuadros y se le ve en otro sitio".
Mucha gente del pueblo corría de un lado al otro,
como la madre. "No me atrevía a ir a mi casa: andaban diciendo que
la policía entraba a saquear a los domicilios. Así me vio
un señor que reparte tortilla, de Tlayacapan, que iba en su camioneta
viendo a quién ayudar. 'Venga, súbase -me dijo-; si no, la
van a matar'". Y ella también huyó.
Al día siguiente, recorriendo los pueblos de los
alrededores, la mujer pudo juntar a toda su familia. Lo que vivió
Tlalnepantla nadie se lo contó. "Porque si alguien me lo cuenta,
no lo creo".
Ahora la familia tiene miedo de volver. Les han contado
que la camioneta de la pollería ha sido robaba. Y la señora
teme por sus gallinas, sus perros, sus puerquitos, sus canarios. "¿Quién
les va a dar de comer? ¿Y si ya se murieron de sed?"
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