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México D.F. Jueves 15 de enero de 2004
Adolfo Sánchez Rebolledo
Visita imperial
La hipocresía, no el derecho, se oculta bajo las formalidades del protocolo que rige la Conferencia Extraordinaria de las Américas. Los jefes de Estado reunidos en Monterrey se comportan como si la igualdad jurídica de los estados obviara las oceánicas diferencias que los separan en poder y riqueza, es decir, en la capacidad de ser y actuar con plena independencia en el mundo globalizado. Pero todos saben que no es así: los discursos presidenciales y la misma declaración final se refieren al universo ideal de los deseos y las intenciones, pero atienden muy poco a la realidad, a las causas concretas que magnifican y reproducen el estado de miseria y abandono en que se hallan más de 200 millones de empobrecidos latinoamericanos.
Conseguida la democracia en la región, nada augura la llegada del tan anhelado progreso, pues los países continúan desangrándose con la migración al norte, convertida para muchos, entre ellos México, en principal fuente de ingresos; la crisis permanente de las finanzas, la urgencia permanente de capitales para atender el funcionamiento mínimo de sociedades sometidas al ritmo de una demografía galopante. De poco han servido las recetas aplicadas con dolor bajo la mirada carcelaria del Fondo Monetario Internacional. Simplemente no hay crecimiento o no alcanza para salir del círculo vicioso que va de la modernización, entre comillas, a más pobreza. Se repiten con énfasis fundacional las explicaciones trilladas sobre la corrupción o el desgano laboral, la misma cantinela en torno a la eficacia de gobiernos e instituciones, en fin, las torpezas de la condición humana presentadas hasta el cansancio como causas eminentes del atraso, pero no se dice una línea acerca de los orígenes del subdesarrollo estructural en el que vive y se reproduce buena parte del planeta.
Se pretende hacer del libre comercio una panacea, el nuevo deus ex machina del desarrollo, pero las cuentas no cuadran: hay diferencias abismales entre países y regiones, imborrables de un plumazo, asimetrías insondables que no desaparecerán mágicamente por efecto del intercambio comercial. La integración económica es un complejo proceso que exige equilibrios y contrapesos, plazos y ritmos realistas y, desde luego, una visión que tome en cuenta todos los intereses en juego y no sólo exclusivamente los de las grandes empresas trasnacionales, lo cual, por cierto, no está en la visión de la mayoría de los mandatarios. En esas condiciones, la prisa por firmar el ALCA no es más que la expresión de la impaciencia imperial, no una necesidad sentida por igual en todos los países.
Además, no hay una voz unificada para tratar con el imperio. Sobran, en cambio, quienes se pronuncian a gritos en favor del libre comercio pero añoran la bilateralidad, el trato especial, el guiño que otorga a la elite gobernante sentido de pertenencia, un pase directo a la modernidad, aunque ésta sea alquilada a cambio de las reformas que el imperio necesita.
Se dirá, con razón, que siempre fue así. Pero nunca como ahora el imperio se había manifestado como tal, con menos ropajes ideológicos en defensa de sus valores e intereses, como si los otros sencillamente no existieran o fueran simples comparsas. Ya no estamos en la época cuando la defensa del "mundo libre", amenazado por el nazifascismo, obligaba a pactar una estrategia común en defensa de los derechos humanos universales. Estados Unidos no requiere de aliados para salvar a Occidente del comunismo, como pasó en tiempos de la guerra fría. Ahora, para proteger los intereses del imperio no se precisan nuevos planes Marshall, sino la subordinación de todo "particularismo" al Estado global residente en Washington. La actitud compasiva de Bush es la cara amable del belicismo imperial. No procura el desarrollo, sino la seguridad. Incluso cuestiones como la migración son vistas desde esa óptica integral que poco ayuda a resolver los agudos problemas sociales y humanos de nuestros países. En cambio, para proteger a sus ciudadanos, las autoridades estadunidenses han borrado las fronteras entre los estados, diluyendo las medidas de autodefensa legítimas en controles arbitrarios que lesionan la dignidad de las personas. El terrorismo es un peligro real nada despreciable, en efecto, pero su combate se ha convertido en la gran excusa que faltaba al gobierno estadunidense para modelar las relaciones internacionales a su conveniencia.
La conferencia ha terminado con la Declaración de Nuevo León, que en unos días nadie recordará. Pero el "yo no soy lacayo de Bush", del señor Fox, feliz por la reconciliación con su amigo texano, seguirá resonando mucho tiempo por estos lares.
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