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México D.F. Martes 13 de enero de 2004

Luis Hernández Navarro

Zapatismo: diez años, apenas un comienzo

"Los hombres son dueños de su destino en cierto momento. La culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas, sino en nosotros", escribe William Shakespeare en Julio César.

Hace diez años, el 1Ɔ de enero de 1994, campesinos e indígenas re-chazaron en Chiapas el designio de las estrellas e irrumpieron violentamente en el gobierno de su propio destino. Con el trasfondo de un profundo conflicto agrario sin perspectivas de solución, la proliferación de reivindicaciones indígenas y un sistema regional de dominio arcaico, rompieron la palestra política, se deshicieron de sus representantes tradicionales y fijaron el punto de partida para formar un nuevo régimen, que hoy, a diez años de distancia, toma forma, entre otras muchas creaciones, en los municipios autónomos y en las juntas de buen gobierno.

Esos campesinos e indígenas zapatistas fueron, son, a su modo, los herederos y continuadores de la bola, ese conglomerado de clases, fracciones de clase, pequeñas comunidades y grupos en acción que se pusieron en movimiento durante la Revolución mexicana de 1910-17.

Los rebeldes no buscaron tomar el poder, y así lo dijeron desde el primer momento, aunque no se les haya querido escuchar entonces ni ahora. En la Primera declaración de la selva Lacandona llamaron a deponer al usurpador que se hizo del control del Estado por medio del engaño y convocaron a los otros poderes a hacerse cargo de la situación. Simultáneamente se presentaron como un movimiento contra la opresión y por la liberación del pueblo, enarbolando un programa de demandas históricas que mantienen hasta hoy.

Lo profundamente original del zapatismo -según ha dicho el ensayista Tomás Segovia- es que una rebelión armada siga conservando fielmente los rasgos de una protesta social y no los de una revolución política. Esa protesta ha puesto en entredicho la legitimidad del poder.

La rebelión se reivindica a sí misma desde la soberanía de la sociedad y no reconoce intermediarios para su ejercicio. Es expresión de una sociedad que reflexiona sobre su naturaleza y su destino, que se da sus propias normas y al hacerlo se instituye.

En la hora de las definiciones el zapatismo se ha calificado como fuerza rebelde, no revolucionaria. El revolucionario -ha señalado- quiere tomar el poder desde arriba y desde allí transformar a la sociedad; el rebelde, por el contrario, busca poner a discusión y corroer el po-der; se niega a obedecer a quien tiene autoridad sobre ella. Esta definición no excluye la enorme transformación social y política que la rebelión ha producido como resultado de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de su propio destino, una de las definiciones clásicas de lo que es una revolución.

La rebelión es también un movimiento insurgente, esto es, expresión de quienes se han declarado colectivamente contra las autoridades y están en lucha contra ellas. Y lo es, además, porque es fundador de nuevos valores. "Nosotros decimos -han escrito los zapatistas- que nuestro deber es iniciar, seguir, acompañar, encontrar y abrir espacios para algo y para alguien, nosotros incluidos." Esos espacios son, en el más amplio sentido de la palabra, valores. Encarnan un sentimiento: la vigilancia reivindicativa de los derechos y principios fundamentales frente a los atropellos del orden.

Los insurgentes no siempre culminan el movimiento que inician, pero quedan en la historia como actores de procesos fundadores. Dure o sea aplastado el levantamiento, nada queda como antes: las mentalidades han cambiado, se abren nuevos horizontes, los ojos de todos ven de repente realidades que nadie quería ver. Sea cual fuere el destino final de la insurrección zapatista su papel de fermento productor de nuevas formas de ver, el cambio social está allí.

El zapatismo no se propone ocupar el gobierno ni tomar el poder; se ubica frente al poder, lo resiste. No es un partido de oposición, no habla su lenguaje, no se mueve en el terreno de las instituciones políticas tradicionales. No se propone sustituir un equipo de gobierno por otro y se niega a comportarse con las reglas del juego del poder como hacen los partidos de oposición. No lo es porque la oposición se opone a un gobierno, pero no al poder, mientras la rebelión se opone al poder y rechaza sus reglas del juego.

Los rebeldes son otro jugador que, en vez de mover las piezas del ajedrez de la política institucional, da jaque a los adversarios poniendo su bota en el tablero. Los rebeldes resisten y organizan la resistencia. Que rechacen la política tradicional o a la clase política no quiere decir que deserten de la política, sino, como han dicho, de "una forma de hacer política".

La rebelión resiste, esto es, afirma su potencia, su capacidad de invención, de producción de sentido. Defiende los derechos y valores que el poder atropella, reprime, relega. Resiste, desde su singularidad, las propuestas de formateo social desde del orden constituido. Resiste la injusticia realmente existente. Resiste y anima la utopía. Resiste y reconquista la vida. "Muera la muerte, viva la vida", clamaron los zapatistas el 1Ɔ de enero del año pasado en San Cristóbal de las Casas.

La resistencia anticipa la posibilidad de llevar a cabo otro tipo de política y de programa. Lejos de rechazar las posibilidades de transformación social profunda, las posibilita. Que no exista hoy plenamente esa política no quiere decir que no vaya a existir. Su presencia está contenida en las resistencias de todo el orbe.

Al igual que en 1994, quienes sostienen hoy que el momento del zapatismo ha pasado no tienen idea de lo que dicen. El ciclo de luchas abierto en Seattle y América Latina demuestra que, a diez años de distancia, la era del zapatismo apenas comienza.

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