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México D.F. Martes 13 de enero de 2004

José Blanco

Danza de la sinrazón

Durante muchos años los mexicanos hemos celebrado la pluralidad ideológica y política mexicana como un hecho contrapuesto a la unanimidad autoritaria impuesta por el Partido Revolucionario Institucional por décadas y más décadas. La unidad ideológica, se decía -o se creía- provenía de un gran acto fundacional: la Revolución Mexicana. Eso decía el propio discurso de la Revolución Mexicana, el cual, según el mismo discurso, estaba plasmado en la Constitución Política en la forma de un proyecto: las metas constitucionales de justicia social de la Revolución. Metas siempre por cumplir; estado de cosas que servía para manipular permanentemente las expectativas de las masas.

La Constitución resultaba así, según el discurso del nacionalismo revolucionario -nombre propio de la "ideología de la Revolución Mexicana"-, un documento sui generis: no sólo era la "norma fundamental" y el gran acuerdo político entre los mexicanos que daba forma y estructura a la nación, sino también un programa social y económico, especialmente para las grandes mayorías (según rezaba el discurso nacionalista revolucionario). Con la Constitución en la mano, el gobierno, encabezado férreamente por el Presidente de la República, tutelaba a esas mayorías y asumía "su defensa" frente a los intereses insaciables de los empresarios. En la sociedad mexicana había unos "malos" que por definición eran los "grandes" comerciantes, banqueros e industriales (la pequeña burguesía -hoy pymes y, en la versión presidencial para el consumo mediático, changarros- contaba con la simpatía de los heroicos capitanes que conducían el Estado). Los trabajadores del campo y de la ciudad (las grandes mayorías) debían librar una lucha permanente contra los voraces grandes empresarios, pero para eso contaban con un gran aliado: el Poder Ejecutivo, el Presidente de la República y el PRI, y los líderes de sus sectores: popular, campesino y asalariado (obreros, burócratas, maestros y muchos más).

Este discurso, que hasta el gobierno de Lázaro Cárdenas tuvo algún sentido, con rapidez inusitada se volvió un cuento chino del que un segmento creciente de la sociedad, especialmente la urbana, descreía con la misma rapidez, dado que, mientras más y más los priístas declamaban tal discurso, más promovían los intereses de los grandes y medianos empresarios, aplastaban a los campesinos -especialmente a las comunidades indígenas- y se explotaba sin barreras a los obreros industriales. El ingreso se concentró en un segmento reducido de la población y las instituciones "revolucionarias" fueron en gran medida abandonadas, especialmente la educación pública, que terminó en la tragedia social que es hoy y acaso el más grande obstáculo para el desarrollo de la nación.

A partir de 1968, la pluralidad real, que ya era la sociedad mexicana, comenzó a expresarse con fuerza creciente y, concomitantemente, el discurso "revolucionario" se fue debilitando. Y lo mismo ocurría con el carácter corporativo del Estado mexicano. En los setenta la pluralidad no sólo se expresó ya plenamente, sino comenzó a avanzar y a desarrollarse. La sociedad se diferenciaba velozmente como en un proceso de partenogénesis.

En los años setenta y ochenta emerge y alcanza gran predominio cultural e ideológico la corriente neoliberal a nivel mundial y el 9 de noviembre de 1989 cae el Muro de Berlín, con lo que se esfuma el socialismo soviético, el horror del "socialismo" real. Como en todo el mundo, estos impactos políticos se volvieron ciclones ideológicos que enmarañaron las mentes de los ciudadanos de todas las sociedades. Uno de tantos impactos fue el surgimiento de la especie del fin de la historia, de Fukuyama, mientras resurgían o emergían toda clase de nacionalismos y de sectarismos religiosos, de "metafísicas", cosmogonías y arcanos esoterismos de todo tipo. En México, además, en 1994 emerge el EZLN con pretensiones de ser portador de una novísima weltanschauung original y propia, que se piensa a sí misma de alcance universal.

Así la pluralidad mexicana -como en tantos otros espacios del planeta- ha ido disolviéndose y convirtiéndose en un embrollo monumental en el que los signos, significantes y significados bailan la danza de la disparidad infinita de la razón y la sinrazón. Las posibilidades de la comunicación y del acuerdo han caído en un líquido laberinto al que le nacen sin cesar esteros móviles, y en el que el norte queda en cualquier parte. Todo significa lo que sea.

Es imposible saber cuánto durará esta pesadilla. Pero lo cierto es que es ingobernable y que si no podemos detenernos, y no somos capaces de crear espacios en los que los distintos intentemos mirarnos a los ojos y de veras escuchar al otro, nadie irá a ninguna parte. Todo pareciera indicar que estamos presos de un inmenso deseo por descarrilar a la nación a como dé lugar. No hay espacio, por hoy, para entenderse.

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