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México D.F. Lunes 12 de enero de 2004
José Cueli
šQué frío!
Al llegar a la plaza escuché una música que resultaba ser la fría quejumbre de la banda escondida allá en las alturas. Después la mirada, menos ágil que el oído, comenzó a reunir pormenores, hasta que de golpe, con inesperada brusquedad, nos brindó un espectáculo total el coso: su soledad, su desnudez, su cemento, su miseria, unidas en misteriosos lazos de afinidad y armonía que, matizados por el frío, acabaron por congelar la llamada "Monumental" y sumirla en el último rincón de la cantina.
La plaza, completamente olvidada por los aficionados, sin una sombra, sin un perfil, sin una tosecilla -pese al frío-, sin un susurro, sólo aislados olés. Allá en el ruedo los toreros oficiaban lento, y expatriados, farfullando un mal toreo -hacia afuera-, quebrando la paz atrevidamente, con la osadía de querer ser "figuras".
Me arrimé cohibido a la barda que separa los palcos del tendido para guarecerme del hielo. Aquella corrida toreada a solas, sin asistencia de "cabalas", adquiría de golpe una majestad original: toros con jiribilla a puerta cerrada, šy venga alucinar! Cuando más me embelezaba con las enfisematosas intermitencias de la banda, rompió a cantar una vendedora de capas -y no llovió-, voz blanca, insegura, con dejo indescifrable de campo bravo.
Voz dulce y selvática a la paz, la de la viejecita que se quitaba el frío cantando: "...de piedra ha de ser cama, de piedra..." Henchida de vaho, de resplandores y de "eso" que les faltaba a los toreros. Hasta que Fermín Spínola dejó un estoconazo al cuarto de Marcos Garfias, después de dejar pasar a su primer enemigo, que era un toro de consagración. Mucho toro resultaron los garfeños, picosillos, a los que había que dominar por toreros aún sin recursos, pese a su valor. Había que estar muy loco para llegar ayer a la México.
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