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México D.F. Lunes 12 de enero de 2004
Gonzalo Martínez Corbalá
La pasión política; las causas y las distancias
La pasión, por sí sola, no convierte a un hombre en político, si no está al servicio de una causa, dice Max Weber en La política como vocación, para luego afirmar que es necesaria la mesura para dejar que la realidad actúe sobre uno, sin perder el recogimiento y la tranquilidad, "es decir, para guardar la distancia con los hombres y con las cosas. El no saber guardar la distancia es uno de los pecados mortales de todo político y una de esas cualidades cuyo olvido condenará a la impotencia política a nuestra actual generación de intelectuales."
"Sólo el hábito de la distancia hace posible la enérgica doma del alma, que caracteriza al político apasionado, y lo distingue del simple diletante político."
Y más adelante en esta gran obra de Weber, que debiéramos releer todos los políticos mexicanos, afirma que "por esto, el político tiene que vencer cada día y cada hora, un enemigo muy trivial, y demasiado humano; la muy común vanidad, enemiga mortal de toda entrega a una causa y de toda mesura, en este caso, de la mesura frente a sí mismo."
Creemos, sin ánimo de ofender a nadie, que si durante esos difíciles días -políticamente hablando- de diciembre último se hubiera recordado el texto de Weber se habrían podido obtener algunos resultados más positivos para el país -abstracción hecha de las connotaciones partidarias y de pertenencia a uno o a otro poder, Ejecutivo o Legislativo-, que pudieran ser base más firme para las negociaciones que de todas maneras, y en cualquier caso, tendrían que llevarse a cabo para llegar a acuerdos, no precisamente finales, pues en política no existen verdaderamente, sino más bien lo suficientemente sólidos como para asegurar mejores condiciones de vida para el pueblo mexicano, que debe ser esa causa que, junto con la entrega apasionada, debieran configurar el perfil del luchador político en la actualidad.
Hay que vencer, cada día y cada hora, al enemigo muy trivial y demasiado humano -también se dice en La política como vocación-: a la muy común vanidad. Esto es lo que desde ahora, en este principio de año, que nos resulta preocupante cuando escuchamos en los noticiarios que se van a desocupar varias miles de plazas en el sector público, dando gusto a quienes piensan que en la anorexia gubernamental está el remedio de todos los males. Visto, por supuesto, desde una posición diversa de la de los servidores públicos de menor nivel en el sistema de los servidores públicos.
Esto podría ser cierto en un país con una economía en la que se diera el pleno empleo, en la que la salida del servicio público sería prontamente resuelta con el trabajo en el sector privado de la sociedad nacional. Pero esto resulta completamente falso, cuando se da el caso de un creciente desempleo que busca su solución en el trabajo, más allá de nuestras fronteras, en un grande y poderoso vecino nuestro, que también tiene problemas de desempleo, pues, a pesar de los contratos para la reconstrucción de Irak, no ha logrado reactivar su economía o, por lo menos, no tanto como para jalarnos a nosotros los mexicanos al mismo ritmo de crecimiento.
Hay que hacer a un lado toda clase de vanidades y de pasiones ajenas al interés muy legítimo por beneficiar al pueblo, y luchar por que el bienestar y el progreso de las mayorías populares sean garantía también para los empresarios, industriales y comerciantes de que sus negocios serán también prósperos y sólidamente fundados. De esta manera podemos ser también un campo atractivo para los capitales extranjeros que buscan un país en el que las leyes sean respetadas por todos, y tenga una sana estructura política democrática para invertir su dinero y para crear industrias o ampliar las que ya están aquí.
Está demostrado por la historia misma que los regímenes autoritarios o dictatoriales no representan para los inversionistas una garantía a largo plazo, sino que sólo los gobiernos democráticos, sólidamente apoyados por el pueblo, en los que se respeten las diferencias entre partidos políticos actuantes, y exista una verdadera libertad de opinión, son una real garantía para los inversionistas. Una cosa es eliminar el autoritarismo y otra muy distinta es acabar con la autoridad, que es tan necesaria para cualquier democracia; para sus tres poderes, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Todo régimen de derecho se funda en la autoridad legítima de quienes lo sustentan.
Las instituciones voraces, por otra parte, son siempre excluyentes e intolerantes y necesitan motivar en sus miembros una adhesión absoluta e incondicional, incompatible con un sistema que se precie de ser democrático, cuya fuerza radica, precisamente, en circunstancias contrarias, en la multiplicidad de sus vínculos con la sociedad; en la tolerancia y en la aceptación sin cortapisas de la diversidad (Las instituciones voraces, Lewis A. Coser, FCE).
Todo rastro de sectarismo, de alguna manera incurre en las características de las instituciones voraces y se manifiesta separándose del cuerpo de la sociedad, para integrar grupos limitados y exclusivos que rechazan sus normas y proclaman su adhesión a conjuntos especiales de valores y reglas de conducta, prescindiendo de las normas y de los principios establecidos que nutren el verdadero concepto de legitimidad que cohesiona a la comunidad.
En conclusión, habrá que eliminar todo vestigio de instituciones voraces y de sectarismo para servir mejor a las causas democráticas del pueblo mexicano y a los intereses nacionales, por encima de cualquiera otro de menor cuantía, y consolidar verdaderamente una democracia moderna, que esté a la altura de las aspiraciones de progreso de las nuevas generaciones.
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