México D.F. Lunes 5 de enero de 2004
Hermann Bellinghausen
Quinceaños en La Victoria
Encorvadas en las ramas como grandes coscomates blancos,
las garzas aguardan la noche. Redondas del lomo y las alas, hunden el pico
en el pecho y, quiere la imaginación popular, se ponen a pensar.
Las llanuras de la cuenca baja del Papaloapan se desbordan con el verdor
propio de tierras que se saben cerca de un río y que sus veredas
llegan al mar.
El vapor de la tarde ahúsa al sol y hace de su
lento descenso un espadón ardiente visto por El Greco o alguien
con la misma disfunción visual. Un cayuco reta el impredecible río
a contracorriente, traslada a los músicos para una topada en la
ranchería La Victoria, sencillo poblado en una isla que en tiempo
de secas queda unida a la ribera por un brazo de tierra pantanosa. Vienen
el Gordo y el Flaco, el Tamaño Cabezón, el Pelón y
Pato. Y el cayuquero, claro. Viene Brunilda vestida de lino y de seda,
pues qué otra le queda.
En un segundo cayuco viajan La Comadre y Serena. Les rema
un viejito. Una última perdigonada de garzas irrumpe casi al alcance
de la mano y hunde sus siluetas negras en las nubes color naranja, desdeñando
los tamarindos y las cañas. Las que cantan, había dicho don
Nicolás el decimero mayor, no pueden ir por el agua en compañía
de varón. Por aquello de la cultura consetudinaria de la civilización
popular, el camino a la topada se había puesto ceremonial en algún
momento, así que al abordar los cayucos mandaron a las güeras
en nave aparte, y con un anciano de respeto para que no pase nada.
Como dicta la tradición, las cantadoras visten
de blanco, lo que subraya el aspecto virginal que busca imponer el oráculo
de don Nicolás. La Comadre, que de virgen no tiene ni el hoyo de
las arracadas, luce un rebozo colorado en los hombros. El chal de Serena
es blanco. Acodado en la quilla del cayuco grande, Pato las mira. El Flaco
rasca unas notas en la jarana y aprieta un milímetro las clavijas.
Dicen que a medias de un río los instrumentos se afinan mejor porque
el aire no encuentra obstáculos.
Serena se muere de ganas de romper a cantar, pero se aguanta.
No puede empezar antes del tiempo. "Mi voz es el sueño de las garzas
dormidas", piensa ella misma. Y qué más puede soñar
una garza, que difícilmente piensa pues es sólo un pájaro,
que en el momento de desencorvarse el pescuezo y las plumas, desplegar
las alas en la mañana y poner el pecho a flotar.
En la orilla isleña espera el pueblo entero de
La Victoria. Las niñas llevan ramos de alcatraces y collares de
clavel rojo y flor de monte. Las mujeres sostienen charolas con piña
rebanada. El peso de los hombres pandea el muelle de tablas. Los huapangueros
de la isla velan armas con sus instrumentos agarrados. Algunos chamacos
se tiran al agua, nadan hasta los cayucos y entre risas y piropos, brillosos
como anguilas, escoltan a las dos cantadoras hasta que tocan tierra.
El Gordo, mal marinero, viene mareado y eso que tomó
Dramamine antes de embarcar. Se queja de que el río está
muy picado, mientras que a los otros les pareció calmo. Todo es
tan subjetivo. Al Pelón el violín ya le quema las manos.
Desembarcar ellos y empezar a tocar los rivales huapangueros de la isla
son una misma cosa, retando a los visitantes: "El pájaro carpintero/
siempre vive apasionado/ y le replicó el jilguero/ hombre vive con
cuidado/ que siendo yo el carbonero/ una vieja me ha tiznado".
Violinazo del Pelón, Tamaño Cabezón
le pega al cajón de los ritmos y el Flaco, sin rasgar aún
la jarana, entona la respuesta: "El pájaro carpintero/ de copete
colorado siempre está pica que pica/ hasta abrir el agujero/ así
hago yo vida mía/cuando deveras te quiero". La Comadre y Serena
desembarcan con los últimos versos del Flaco: "Yo conocí
un carpintero/ que no era de los muy malos/ que formaba tinajeros/ antes
que naciera el palo./ Ese sí era carpintero".
Y el olor a piña, carajo. El cantador de los isleños
replica entonces para los recién llegados: "Ya se aleja el carpintero/con
su piquito abollado./ Todo eso le sucedió/ por andar de majadero".
Risas.
Con las zapatillas en tierra firme, Serena no aguanta
más y abre las alas y su voz de inmediato. La gente de La Victoria
aplaude. Casi es noche. Las mujeres encienden velas, y los hombres lámparas.
"Ay prietita vida mía/ resuélvete a darme el sí/ y
no digas que es porfía/ pero hoy no me voy sin ti". El Gordo al
fin guitarrea, y el arpa de Brunilda agrega unos cuantos arpegios portátiles.
"Ya cumpliste los quince años/ y no me das tu hermosura/
la fruta debe comerse/ cuando se encuentra madura./ Sabrosos los capulines/
son los que tiene tu huerta/ son más sabrosos los besos/ que tú
me das en la puerta".
Entre risas de tierna malicia da un paso al frente Nancy,
la quinceañera "causante" de la topada. Serena extiende los brazos
y el chal, la invita a bailar y canta: "La vecina de allá enfrente/
tiene una panadería./ A los casados les vende/y a los solteros les
fía./ Qué culpa tiene el huizache/ de haber nacido en el
llano/ que le cuesta más de huarache/ que de choclo americano".
La del cumpleaños, también toda de blanco,
ondula y encabeza a la gente en procesión hacia el solar de su casa,
adornado con papel de china y flores de colores en guirnaldas sobre el
tablado a suelo raso y por encima de las mesas. Listos los vasos de ponche
con ron, listo el discurso del padre, listos los músicos de ambos
bandos. Brunilda al fin apoya en firma el arpa, y a una señal de
la nueva complicidad secreta entre Serena y Nancy la festejada, empieza
la fiesta una noche del siglo XX que pudo ser del XVIII. El único
dato que importa es que el mes es mayo. Como en Los pasos perdidos
de Carpentier, lo mismo dan los hombres y el año.
Los huapangos que se cantan aquí son El carpintero,
de Lauro Aguilar Palma, y Ay prietita vida mía, del dominio
público.
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