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México D.F. Lunes 29 de diciembre de 2003
Hermann Bellinghausen
Al fondo, la salida
ƑDónde dejó Ramiro Penedes archivada su memoria? Una vez que "archivo" suplanta a la palabra "olvido", puede suponer que su desajuste espacio-temporal tiene remedio. Atraviesa el jardín, exasperantemente precioso para su manera de ver, y alcanza una de las alas de la inmensa casa que lo rodea. La del este, a juzgar por la posición del sol. Ventanas pequeñas y muros, las primeras idénticas y los segundos constantes. Una puerta de cristales translúcidos, entreabierta. A riesgo de perder la única ventaja que tiene (la intemperie), la empuja y se mete a la casa inexplicable e infinita.
Un comedor. Los comensales rodean la mesa ante platos vacíos y en silencio. Deben ser cincuenta, o más. Sobresaltados por su irrupción, los que lo ven de frente clavan miradas expectantes. Los que le dan la espalda giran sobre sí. De pronto Ramiro tiene una audiencia considerable. Alguno le sabrá responder las preguntas más apremiantes. Al menos una: cómo salir de un sitio tan raro.
Pregunta. No obtiene respuesta. Presiente que no les interesa otra cosa que los alimentos que esperan. ƑSerá la barrera del idioma? Intenta en los pocos idiomas que mastica, "salida" es una palabra simple. Nadie da muestras de entender. Recurre a la mímica. ƑLos asusta? No. Algunos de hecho sonríen burlones. Un calvo, de entre 30 y 55 años, cómo saber, señala la puerta del extremo, quizá ofreciendo una pista.
-Oigan, Ƒles comió la lengua un ratón? -dice él, suponiendo que no entenderán ni pío. Ni sí, ni no. Nada. Inclina la cabeza en señal de agradecimiento y cruza la puerta que le fue indicada.
Un hall desierto. Rodeado de puertas. Lo cruza de extremo a extremo, siente al menos que tiene alguna dirección. Tras la consabida puerta, una habitación con catre, mesa de trabajo, nevera, ropa, utensilios personales de alguien. De ahí a otro cuarto, y otro. Ramiro vuelve a impacientarse. Prosigue, aferrado a la vaga idea de dirección que adquirió en el comedor de los mudos. Eventualmente, una de las recámaras se le figura más amplia, distinta, mejor acondicionada, sin estufa; la cama es ancha, alta, y en vez de nevera, un refrigerador en forma. La puerta siguiente es, por primera vez, de doble hoja, y sobre el marco un letrero luminoso (bueno, debió serlo en tiempos mejores; está apagado) reza en letras rojas: "Al fondo, la salida". Una flechita señala, incierta pero con un no sé qué de prometedora. Abre Ramiro las dos puertas y se descubre al borde de una escalera que desciende hacia un infrapiso oscuro. Sótano. El cambio de panorama ya es algo, pero lo subterráneo del nuevo curso lo asusta. Un poco. La impaciencia mata el miedo.
Desciende. A tientas. Es decir, roza la pared con ambos brazos extendidos. La penumbra es grande, más no absoluta. Y sus ojos se adaptan. Una luz crece al final. Bueno, no final, fondo. Dirigirse allá resulta comparativamente fácil, puesto que no percibe otro rumbo.
Llegará, no lo sabe todavía, a una ventana, pero grande. Pondrá sus ojos en una valle, pero desde lo alto de una muralla. El sótano terminará en un desnivel de loma. Se encontrará con un Ramiro Penedes distinto. Uno que sí recuerda. Al descolgarse en el precipicio y averiguar dónde se halla, al fondo, afuera, se reunirá con un Ramiro Penedes que ignora todo acerca de la casa, sus mil cuartos, el jardín y los huéspedes inexplicables. Ese Ramiro Penedes le recordará los olvidos, y él por su parte, al salir, le mostrará una experiencia que el otro ignora. Vaya reunión.
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