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México D.F. Domingo 30 de noviembre de 2003
Angeles González Gamio
El aguador
Es frecuente leer en las viejas crónicas sobre un oficio que fue de gran importancia en la ciudad de México hasta el siglo XIX: el de aguador, pintoresco personaje que además de su función fundamental, que era entregar agua en las casas, enterraba a los muertos, cargaba los santos en Semana Santa y castraba a los gatos; de pilón conseguía sirvientes, pues se volvía personaje de confianza y gran amigo de las cocineras y de una que otra patrona a la que le prestaba diversos servicios, como entregar cartas secretas.
Todo esto le confirió un papel relevante en la sociedad virreinal y decimonónica; su atuendo le hacía distinguirse del resto de los servidores públicos: lo principal era el chochocol, que era una enorme tinaja redonda de barro, que cargaba sobre la espalda, sosteniéndola con una faja de cuero apoyada en la frente y un gran jarro al pecho para llenarla; esto hacia que también se le conociera como tortugo. Vestía camisa y calzón de manta, calzonera de gamuza o pana y mandil de cuero. El complemento eran unas pequeñas bolsas donde guardaba los colorines con los que llevaba la cuenta de los viajes de agua, y una afilada navaja para las operaciones gatunas.
El añejo cronista don Hilarión Frías y Soto comenta: "(...) cosa rara, mientras medio mundo desconfía del otro medio, el aguador, con una delicadeza no común, recibe sin discusión esos granos, especie de bonos, más legales mil veces que las libranzas de un comerciante. Es comedido, entregado al trabajo, casi siempre buen padre y no tan peor esposo, pasa la mitad de la vida con el chochocol a la espalda, como un emblema de las penalidades de la vida, y la otra mitad semibeodo, pero sin zozobras y sin accidentes. Hace de su miseria un escudo de sus necesidades, y como éstas son tan pocas, lo son también sus exigencias".
Trabajo no le faltaba, pues todas las casas utilizaban sus servicios; para surtirse podían elegir entre 61 fuentes. De esas, en nuestro siglo destructor la mayoría fueron demolidas, al igual que los dos soberbios acueductos que traían el líquido a la ciudad: el de Chapultepec, que desembocaba en la fuente del Salto del Agua, y el que venía por lo que ahora conocemos como San Cosme y terminaba junto al convento de Santa Isabel, que ocupaba el predio donde hoy se encuentra el Palacio de Bellas Artes.
El primero tenía una extensión de casi cuatro kilómetros y 904 hermosos arcos; de esto nos queda un pequeño tramo en la avenida Chapultepec. El otro contaba con 900 arcos y varias fuentes, notables por su belleza barroca; de ello no queda absolutamente nada. Para olvidarnos de la nostalgia, hablaremos de lo que sí tenemos: la fuente del Salto del Agua, que data de la época del reinado de Carlos III, cuando era virrey don Antonio María Bucareli y Ursúa. Se terminó de construir en 1779 y recibió ese nombre por la caída del líquido en forma de cascada sobre el tazón; éste está sostenido por un grupo de niños que montan delfines.
Tiene un remate en forma de frontón con un relieve de las armas de la ciudad de México, representadas por una águila con una cruz en el pecho y las alas abiertas; entre ellas, los estandartes españoles, mientras que en las garras se encuentran los carcajes y las macanas indígenas. A los lados tiene unas columnas salomónicas y junto otros delfines que parecen colgar y que siguen las ondulaciones de las columnas. Aquí caía la llamada agua gorda, porque no se enturbiaba con la lluvia, aunque no era muy buena para beber.
La fuente actual es una copia idéntica, que se hizo en 1949, ya que la original estaba muy deteriorada y se trasladó a la huerta del colegio de Tepozotlán. Las malas lenguas decían que en realidad se la había llevado un político a su casa, así es que fui a cerciorarme personalmente y efectivamente, está en ese sitio, casi totalmente derruida.
Para celebrar la noticia es buena idea ir un viernes o sábado por la noche al nuevo restaurante Angus, situado en la avenida 5 de Mayo 7, en el corazón del Centro Histórico, a uno de los Saraos Virreinales de Leyenda, que ofrecen una suculenta cena con platillos de los recetarios virreinales más afamados: el de doña Dominga de Guzmán, de 1750; el de fray Jerónimo de Pelayo, de 1780, y del Nuevo Cocinero Mexicano, editado en 1831.
Para que se comience a inspirar: hongos rellenos de menestra de alcaparras, sopa con trozos de jamón, chorizo y pollo, pechugas en pipián blanco de almendras, estofado de solomillo con verduras y buñuelos de viento con piloncillo. Estas suculencias estarán acompañadas por la representación de las leyendas: el reloj del Palacio de los Azulejos y La Llorona. Informes en el 55 42 65 47 o 5518 77 66. [email protected]
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