La Jornada Semanal,   domingo 23 de noviembre  del 2003        núm. 455
Tres significados
simbólicos en Eliade

Doina Rusti

En 1977 apareció la primera versión del Diccionario de símbolos de la obra de Mircea Eliade. Era una apuesta arriesgada porque Eliade nunca fue un autor agradable al régimen de Ceaucescu. Publicado nuevamente en 1998, y enriquecido por su autora, es un manual útil para cualquier estudioso de la obra de Eliade. Esta obra fue complementada por otro monumental Diccionario de símbolos que abarcaba más autores, clásicos y modernos. Damos a conocer sólo tres conceptos de los más de ciento cincuenta que integran esta rica investigación.
 
FECHA

Existen momentos cruciales para el destino general y jornadas memorables para el futuro individual. Es por ello que cualquier fecha del calendario es una puerta temporal o el signo de una coincidencia astral. La noche de la festividad de San Juan Bautista (24 de junio) representa un camino que esclarece el lenguaje del Mundo. Es la razón por la cual la mayoría de los personajes de Eliade acceden a la memoria colectiva e ingresan a un tiempo fabuloso en el que, durante esa noche, descubren los misterios. La fiesta de Navidad se vuelve un signo del renacimiento de Pandele (Las diecinueve rosas) y la noche de la Resurrección facilita la asunción de Dominique (Tiempo de un centenario) más allá del tiempo histórico. Cada personaje está vinculado a cierta fecha anticipada o anunciada que le hace presentir un gran misterio. La fecha más frecuente es el 19, código de armonía que debe aguardar el ser. El diario que aparece en el relato La capa tiene la fecha del 19 de mayo, y contiene un mensaje pacifista que dirige la atención sobre el hecho de que "cada uno debe saber formular la pregunta correcta". El doctor Zerlendi se da cuenta de que es invisible el 19 de agosto. Catalina (La noche de san Juan) entra una vez al año –es decir, el 19 de octubre– en otro tiempo, en el espacio de la muerte de donde milagrosamente puede regresar aunque no sabe por cuánto tiempo: adquiría esa apariencia para el 19 de octubre. "Ella lleva esos ojos sólo una vez al año, el 19 de octubre." La relación íntima con el misterio de la fecha del 19 de octubre le da a Stefan la sensación de evadirse del presente: "le parecía que se precipitaba en un tiempo fabuloso, que se volvía casi inimaginable por la beatitud que encerraba e hizo un esfuerzo desesperado por emerger, por regresar al presente". En el simbolismo del tarot la decimonovena es la carta del Sol, símbolo de la armonía, centro e imago mundi, y en el zodíaco representa al sol de siete rayos y al ser doble. Por sus atributos, el número –como significación– se aproxima a sugerir la evasión que se encuentra presente en la obra de Eliade.

Casi todos los personajes eliadianos encuentran una salida de la realidad –o al menos tienen una intuición– que está señalada por una fecha repetida ostensiblemente en el destino del ser. Hay momentos en el tiempo que advierten y esclarecen, y la historia general se aprecia en periodos. En el relato Dayan el fin del mundo está señalado para el año 2987.

Incluso para el propio autor, el futuro está marcado por signos reveladores; en sus Memorias afirma que en el año 1937 –y esta fecha se vuelve un hito histórico frecuente, lo mismo que en sus obras literarias– tuvo la sensación de que el periodo de libertad había finalizado, es decir, "el periodo de hacer cultura, la única cosa posible para los rumanos".
 
MEMORIA

La memoria –el espacio puro y regenerador del mundo, el depósito de las experiencias esenciales– es, en la concepción de Eliade, un arca de salvación. Por ello, la reactualización de los acontecimientos que sucedieron en el comienzo del mundo representa una obligación periódica del ser. En los mitos del retorno, Eliade menciona la sobreposición del momento propio en el tiempo original. La memoria tiene una función terapéutica y soteriológica. Para los hindúes la salvación se funda en la memoria: "El que sabe es quien recuerda el comienzo." Traduciendo a los pitagóricos, Platón equipara la anamnesis con la memoria impersonal, la suma de los recuerdos del tiempo, "donde el alma contempla directamente las Ideas". Esto prueba una continuidad del pensamiento arcaico en un illud tempus fabuloso y pleromático que el hombre está obligado a recordar para conocer la verdad y participar del ser. Buda y Pitágoras hablan de los recuerdos de sus propias vidas, es decir, desde su posición de elegidos, y por ello se alejan del pensamiento mítico, pero lo resguardan y prolongan su esencia. La memoria colectiva contiene al tiempo histórico y al tiempo individual por igual.

Al hablar de la relación entre la historia y la cultura, la memoria aprehende el acontecimiento desde su creación, de forma tal que la memoria cultural se vuelve prisionera de la historia. Cuando se libere, el hombre escapará del laberinto según las palabras del personaje de su relato En el jardín de Dionisio, en donde el ideal del poeta es la memoria cultural; sin embargo, para él la amnesia se transforma en un suplicio porque, aunque haya olvidado los detalles de su propia existencia, guardó una impresión vaga de un encuentro decisivo, así como la obsesión de no saber su lugar en el universo: había olvidado el mensaje que debía transmitir al mundo. Otro personaje, Stefan (La noche de san Juan), se esfuerza en recordar cualquier cosa relacionada con un automóvil que fortuitamente ha escogido de la memoria de su destino personal. En un momento dado, cree que se trata de una imagen fugitiva de su pasado o de un episodio leído en alguna parte. Esta ambigüedad del acontecimiento, que de hecho le anuncia la muerte, se vuelve un rasgo característico de todas las experiencias que tienen que ver con el acceso de la memoria colectiva.

A veces, el escritor utiliza recursos a la manera romántica y sus personajes recuerdan en el sueño lo que han vivido en sus orígenes. Dorina, en su novela La serpiente, sueña su boda con el esposo-serpiente, es decir, el mito del amor tal y como ha sido retenido en la memoria colectiva (especialmente en la historia de Psyché y Eros). Es conducida, durante el sueño, a reconocerse en la imagen de Arghira, la bella de leche, quien sólo estuvo casada tres días debido a que violó una prohibición. Ella está muerta, es decir, padece una maldición por la que debe vivir bajo el terror de la historia y olvidar lo malo, y es justo cuando recuerda: "–Mírala bien y comprenderás quién es ella –dice el joven. Ella se detiene en corto, temblorosa. La joven, que estaba sentada sobre el trono, entonces le parece familiar, con sus ojos bien abiertos y sus labios apretados… –¿Qué no ves que tú eres quien está allá? –exclama victorioso el joven. Todos los violines callan, se detienen en seco, como un signo invisible. Un gran silencio petrifica la sala. Dorina permanece un instante con los ojos azorados y entonces gime, herida, y se derrumba." Esta historia ejemplar, ocurrida en los orígenes, se repite en el plano de la realidad (la historia de la hija de Moruzeti) pero sólo hasta el momento en que Arghira le permite recordar el hecho original. En este segundo intento, Dorina –ser mortal (nacida de leche profana) no comete más faltas y evita pronunciar el nombre de la serpiente, es decir, de definirlo mediante las formas pasajeras, con lo que gana el derecho a la eternidad.

En otra obra, el llamado de la memoria es devastador; los recuerdos de Farama (en El viejo y el funcionario. Por la calle Mantuleasa) crean el caos, pues las historias que tenían lugar en un tiempo fabuloso invitan a diferentes interpretaciones y el mito hace irrupción en un mundo en tormentoso nacimiento –o sea, sin memoria– y transforma todo en un laberinto. Es imposible reproducir la memoria mítica en los actos pues ello contradice la lógica de la realidad. La hipermnesia de Dominique Matei (Tiempo de un centenario) no representa solamente un camino para la salvación personal, sino también para la salvación de la memoria colectiva. El personaje vive la experiencia de Cristo (muerte y resurrección) y se vuelve el salvador del mundo: un recipiente de todas las informaciones sobre la aparición y la evolución del ser, y un arca que permitirá al universo renacer después del Apocalipsis, respectivamente.

Simbólicamente, antes de su muerte se instala el caos: los acontecimientos vividos se mezclan y se confunden, y dan al hombre la sensación de que ha fallado a su destino; posteriormente recuerda lo esencial y su muerte como una experiencia única que se funda sobre esta remembranza.

En el mismo sentido, Gavrilescu recuerda una historia de su juventud, y tiene la sensación de que ésa ha sido la tragedia de su vida. Prácticamente, después de una existencia mediocre y resignada, recuerda un episodio que podría haber cambiado su vida y que revive en la muerte. Gavrilescu se sorprende por el contenido de la memoria individual, y más exactamente por los detalles reprimidos: su amor no realizado por Hildegard. Esta recomposición de los recuerdos le permite tener una muerte individual.

Igualmente, Vladimir (El puente) recuerda que su misión era hacer funcionar el molino de Josafat, es decir, encontrar el camino hacia la libertad absoluta, pero como la vida significa olvido, su destino está errado y de hecho no se da cuenta que está extraviado hasta que el motociclista (signo de su muerte) se lo recuerda. El recuerdo que precede a la muerte le ofrece la oportunidad de retorno al paraíso perdido, de reintegración a la memoria universal.
 
PUERTA

Símbolo de la ambigüedad, punto de salida y llegada, lazo entre los mundos y los estados del ser, la puerta está asociada, en la mitología griega, a la díada Jano-Juno. El dios del doble rostro, Jano, es visto como el patrón del mes de enero –el único entre el año que ha pasado y el nuevo año– y, al mismo tiempo, es el guardián de los solsticios; Juno-Diana, como diosa de las grandes iniciaciones, cuida la puerta de los misterios. De hecho, en la mentalidad general, cada puerta abre un camino, es decir, ofrece el acceso al conocimiento, a la iniciación. Entre el mundo de los vivos y el de los muertos también existen puertas del paraíso o del cielo que se abren para las almas de los difuntos, pero también para los vivos. Durante la noche de la Resurrección o en la de San Juan Bautista, el cielo se abre a todo el mundo. Para Eliade, la muerte misma es una puerta. En la balada Mioritza, la cordera está colocada a la entrada del paraíso, lo que sugiere el sentido místico que tienen los símbolos del campo: "El umbral, la puerta, muestra de una forma inmediata y concreta la solución de continuidad del espacio; de allí su gran importancia religiosa, pues siempre se encuentran juntos los símbolos y los vehículos del tránsito."

Stefan (La noche de san Juan) evoca el símbolo de Jano por su relación con Ciru Partenie, su doble; él atraviesa la puerta abierta durante la noche de San Juan Bautista. Siempre es así, puesto que Dominique Matei (Tiempo de un centenario) se eleva más allá de la historia cuando cae fulminado durante la noche de Resurrección. Quienes encuentran la puerta de la muerte antes de morir están salvados, y es lo que pasa también con Biris (La noche de san Juan) quien, encerrado y torturado, entre la vida y la muerte, descubre la puerta que lo conduce a la eternidad. Dayan percibe en una puerta entreabierta una pequeña oportunidad de salvarse y la utiliza. Aunque su acceso a la memoria colectiva sea solamente parcial, Dayan se libera de la opresiva realidad y entra al jardín del paraíso durante la noche de San Juan. La estrecha puerta, explica Eliade, "sugiere el tránsito peligroso". Al lado de la iniciación, de la muerte, del éxtasis místico, de la creencia, el conocimiento absoluto es equivalente, en las doctrinas judía y cristiana, a un tránsito de un estado del ser a otro, realizando una verdadera "mutación ontológica". Al ser una cuestión de un tránsito paradójico, que siempre implica una ruptura y una trascendencia, la puerta estrecha o entreabierta se vuelve, en la mayoría de las tradiciones religiosas, el signo del peligro, de una tentativa arriesgada y dramática.

Igual que el puente, la puerta coloca al ser en un espacio incierto de transición, pero también es la confirmación de una victoria para quien es consciente que se encuentra en el límite de los mundos. Sin embargo, para Egor (La señorita Cristina) el paso por la puerta abierta significa la entrada a una realidad reflejada: "Egor vacila un momento, y después se decide bruscamente y abre la primer puerta que encuentra. La sangre se le agita poderosamente. Mantiene la cabeza apoyada contra la puerta para escuchar; ¿iba a captar nuevamente los pasos de la señorita Cristina? El silencio se eternizaba. Fatigado, Egor vuelve la cabeza. Era su propia habitación. Sin saber, había entrado a su propia habitación. Todos sus objetos estaban allí: su cigarrera sobre la mesa pequeña y el vaso donde se evaporaban las últimas gotas de coñac. Qué extraña luz reunía todas las cosas esparcidas en la habitación… Como si las viera en un espejo." Entre los mundos, donde se encuentra el aparecido, Egor ingresa a una habitación similar pero que no es la suya. La puerta que se abre durante su sueño está situada entre la vida y la muerte; sirve como tentación de un lugar seguro, lleno de objetos familiares, pero donde el aparecido lo espera. Como frontera entre el interior y el exterior, cualquier puerta supone el reencuentro armonioso para la boda o para la muerte, pues franquear el umbral significa entrar y no solamente aproximarse o llegar. La entrada a los límites de un yo desconocido supone también la aceptación de la intimidad del Otro, su conocimiento directo y no transfigurado. Esta experiencia está connotada por el sentido de las bodas, y sobre todo por los desposorios mencionados en la balada Mioritza. Empero, aquí el personaje vive una sensación de terror, porque el reencuentro no significa el logro de la armonía, sino exclusivamente el aberrante bloqueo entre los mundos. Por el contrario, la puerta que abre Gavrilescu está en una situación similar al sentido en que se puede identificar la balada de Mioritza; reencontrando al compañero predestinado, recibe el derecho de salir del laberinto de la muerte, para ir al bosque verde, es decir, hacia la eternidad.

Traducción de José Antonio Hernández García


LA BIOGRAFÍA MÁS RECIENTE
SOBRE MIRCEA ELIADE

El pasado 16 de octubre apareció en las librerías parisinas la biografía que muchos consideran ya la más completa y exhaustiva sobre Mircea Eliade: Mircea Eliade: Le Prisonnier de l’histoire, Collection L’Espace de l’histoire, Paris: La Découverte, 540 pp. Su autor, Florin Turcanu, nacido en 1967, es historiador. Fue estudiante del ehess de París y actualmente es conferencista de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Bucarest e investigador del Instituto Rumano de Estudios del Sudeste Europeo.

Cuando se habla del "choque de las civilizaciones" y de los fundamentos religiosos de las identidades colectivas, el pensamiento de Mircea Eliade (1907-1986), el célebre escritor e historiador rumano de las religiones, es incontrovertible.

De allí la importancia de esta primer biografía integral construida como una verdadera encuesta en la que se pusieron en movimiento numerosos documentos de sus archivos personales accesibles desde hace poco en Estados Unidos, así como otras fuentes inéditas de los archivos rumanos, franceses y alemanes.

Por primera vez escuchamos la palabra de un buen número de personas que se acercaron a Eliade desde su tumultuosa juventud bucarestina hasta la época en que formulará una renovada historia de las religiones allende el Atlántico. Así, se dibuja, a través de múltiples facetas, la imagen de una personalidad contradictoria y en ebullición, y cuya biografía no se puede reducir a una obra que destila sabiduría o a sus compromisos políticos: del adolescente fascinado por el esoterismo al profesor de la Universidad de Chicago, del aprendiz de yoga en un ashram del Himalaya al escritor en búsqueda permanente del reconocimiento literario, del militante legionario al firmante de peticiones en favor de los disidentes opuestos al dictador Ceaucescu. De la India de Gandhi a la Rumania de los años treinta, del París de Sartre a la América de los sesenta, su itinerario cruza el camino de algunos de los nombres más famosos: Ionesco y Cioran, Ortega y Gasset y Georges Dumézil, Carl Gustav Jung y Karl Kérényi, Paul Tillich y Paul Ricoeur, e incluso los de Ernst Jünger y Carl Schmitt. Este libro evoca acontecimientos y ambientes cuya travesía ha hecho de Eliade un intelectual anclado en su siglo. Reconstruye también las etapas y las causas de un compromiso político que el sabio rumano intentará hacer olvidar y cuyo recuerdo ensombreció sus últimos años y aún pesa para su posteridad.