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México D.F. Lunes 17 de noviembre de 2003

TOROS

Jerónimo Aguilar cortó la primera oreja de la temporada de la miseria en Mixcoac

Escaso público en el desangelado y triste homenaje a David Silveti

Otro encierro débil y manso, ahora a cargo de Montecristo El Zapata aburrió

LUMBRERA CHICO

Al final del paseíllo, mientras el escaso público de la Monumental Plaza Muerta se pone de pie y comienza a golpearse las palmas de las manos coreando tristemente el grito de "¡torero, torero!" en memoria de David Silveti, algo me dice que muchos espectadores han venido sólo a esto, a rendir el homenaje del aplauso en honor del torero que a principios de este año, el 2 de febrero mientras llovía, los hizo arrojar sus prendas a la arena para decir lo indecible. Silveti estaba petrificado porque era incapaz de mover las piernas, extendía la muleta (prolongación de la mano) y la hacía girar en redondo y por abajo en pases de trazo corto pero de enorme emoción, porque todos sabíamos que en caso de un derrote, un extraño, una distracción del cornudo, sería empitonado y caería al suelo partido en muchos pedazos. Era un gesto de autoinmolación, como se supone que debe serlo en todo momento el toreo, que por eso es arte y no negocio de mercachifles.

Y cómo le temblaba la mano izquierda cuando no la apoyaba contra la nalga para disimular su espanto, y cómo sonreía con pavor mientras el hocico del bicho le arrojaba un chorro de aire caliente al corbatín y los pitones le rozaban los dibujos de la taleguilla. Pocos artistas de hoy, cualquiera que sea su disciplina y género, han manifestado con tanta fuerza la profunda insatisfacción de nuestra época, la enorme estafa que nos propone este siglo, la cristiana infelicidad a la que tratan cínicamente de resignarnos.

Silveti luchó con todo lo que tenía a su alcance -un ego del tamaño del mundo (sin el cual jamás habría sido artista), un estoicismo ilimitado, un misticismo que a la hora de la hora pesó menos que su sentido de la dignidad- y con esas armas cayó peleando, pero una vez que se encontró vencido, en vez de aceptar la compasión general como homenaje, la cristiana resignación como recompensa, terció la muleta, entró a matar por derecho y dejó un estoconazo hasta los gavilanes en todo lo alto de su pobre espejo. A ver quién borra eso...

Alfredo Gutiérrez o la instrascendencia

Con estas abejas zumbando en la colmena vi, o me parece haber visto, la tercera corrida de la temporada de la miseria en la que ayer, ante seis novillos débiles, cuatro de ellos mansos, uno sin el trapío digno de una plaza de trancas aunque en general todos de bella lámina, pertenecientes a la ganadería de Montecristo, mostraron sus avances las tres promesas más "interesantes" de la joven torería mexicana.

Mucho más consistente que en años anteriores, el tlaxcalteca Jerónimo Aguilar cortó la primera oreja del patético serial ante un castaño bocinero, de nombre El Rey, con supuestos 491 kilos de peso, al que logró embarcar en la muleta por el lado derecho y obligarlo a recorrer el trayecto con largueza, temple y son, antes de matarlo de media estocada tendida y trasera que sin embargo acabó con el bovino en forma instantánea. El golpe de suerte con el acero lo ayudó a disimular sus novedosas limitaciones en este rubro, pero éstas salieron a flote cuando pinchó nueve veces a Entregado, último de la tarde, que por un pelo no se le fue vivo al corral.

Uriel Moreno El Zapata nos trajo de bostezo en bostezo, tanto con el abridor Maestro, de 475, al que banderilleó sin lucimiento y muleteó sin emoción -si bien lo despachó espléndidamente- como ante Guadalupano, de 465, el peor del sorteo y del que no destacó sino su pésima calidad. Alfredo Gutiérrez, por su parte, fue como su lote: mediocre, intrascendente y perfectamente olvidable.

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