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México D.F. Lunes 17 de noviembre de 2003

José Cueli

Nos heló la sangre...

¿De dónde eras torero, de dónde eras que en tus ojos llevabas la muerte? ¿De dónde eras, David, que a sentimiento no había quién le ganara a tu casta? Nervio de una vida brava si la hay. Torero de la muerte que siempre brindó su alma, dándole al toreo la angustia de su vacío y la desesperación atorada como nudo marino en la entraña.

David toreaba con el capote enhebrado en el hilo de la vida, sintiendo gritos que llegaban del fondo de un agujero negro. Canto místico y pasional que cubría la ternura de su pase natural, en el infierno de un destino sombrío. Torero a contraestilo que salía ya muerto a buscar la vida.

Tierna locura torera, nunca expulsada en la esclerosis del pegapasismo, que venía del fondo de un origen sin origen y daba sentido de unidad a sus faenas a pesar de la oposición del sentido y lo insensato. Fresco en la cárcel de su ser, permanecía quieto y relajado frente a los toros, el arma más tierna de su veroniquear de ensueño.

El toreo de David se situaba, al abrigo de toda crónica y a partir de su horror interno, borraba lo clásico de la religiosidad que lo envolvía: horror de esa sangre escarchada de azúcar negra que chocaba con el aire y le daba ese temple a su capote. Así, el torear de David era instinto puro, opuesto a lo lógico, lo convencional -el derechacito preconcebido- como suplantación de lo instintivo.

Enigmática convivencia entre la creación de la muerte. David expresaba en sus faenas esta convivencia que marcaba su sello, su decir propio. Desde su muerte buscaba la vida, marcado por una música callada que seguía su ritmo y transgredía la estructura formal del tiempo. Torear desde lo muerto, inaprehensible, inasible, anterior al pase, que le daba esa magia que transmitía a los aficionados, enloqueciéndolos, al transformar la muerte en belleza.

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