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México D.F. Lunes 17 de noviembre de 2003
APRENDER A MORIR
Hernán González G.
Suicidio y salud mental
LO MAS INTERESANTE de que una persona disponga de su propia vida sigue siendo, antes que "el único acto de auténtica libertad insobornable", la asombrosa afinidad que frente al hecho logran tener ciencia, Estado y religión.
DISPUESTOS A COMPARTIR la postura gratuita de que nadie en su sano juicio puede quitarse la vida, científicos, funcionarios y clérigos se apresuran a explicar el suicidio como "el penoso desenlace de un problema de desequilibrio mental", medicalizando, simplificando y, salvo excepciones, condenando tan escandalizante acto, sobre todo por las implicaciones políticas que entraña al contravenir verdades oficiales.
UN ESPIRITU MENOS simplista como el de Albert Camus consideraba que "no hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía". Hay quienes tranquilamente reniegan de sus ideas cuando de salvar el pellejo se trata, y "otros -añadía el autor francés- que se dejan matar, paradójicamente, por las ideas o ilusiones que les dan una razón de vivir. Lo que llamamos una razón de vivir es al mismo tiempo una excelente razón de morir".
LA MUERTE DEL torero David Silveti, por propia mano, generó no sólo explicaciones reduccionistas, absoluciones condicionadas y providencialismos dudosos, sino además una alarmada reacción, por parte de los tres sectores citados, ante la aparente incongruencia de una figura pública que decide suicidarse luego de ostentar su devoción guadalupana, simpatizar con el Opus Dei y reiterar un misticismo en la forma de interpretar el toreo, al decir de la crítica.
UN TRASTORNO BIPOLAR -periodos de euforia exagerada y depresión profunda- fue el detonador de la fatal decisión, diagnosticó la ciencia médica; una frustración insoportable por ya no poder volver a torear, explicaron los taurinos, y un dramático afán de trascendencia personal, aventuraron los piadosos, al grado de que en inusual gesto del clero un párroco de Salamanca se apresuró a absolver al suicida, habida cuenta de sus probadas virtudes como cristiano.
NADIE EN CAMBIO osó hablar del libre albedrío del torero, de esa apabullante libertad de que echaba mano para arriesgar la vida, "como si suya no fuera", delante de los toros, de la misma que empleó para procrear cinco hijos o para beber, jugar cartas, mentar madres o cantar. Todos prefirieron separar la heroica libertad de Silveti para sobreponerse a fracturas y cornadas, de la libertad de éste para pegarse un tiro una mañana cualquiera.
Y POR SUPUESTO se prefirió no mencionar otros factores igualmente detonantes de una decisión de ese calibre: el multigeneracional, con un padre y un abuelo toreros dueños de una trayectoria sobresaliente y miembros de una dinastía protagónica. El de un narcinoma o narcisismo maligno, con su invariable insatisfacción a pesar del reconocimiento. O el pretender absolutizar sus apegos como único sentido de vida. [email protected]
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