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México D.F. Miércoles 12 de noviembre de 2003
Luis Linares Zapata
Honesta medianía
La extensa y detallada discusión sobre el llamado Paraje San Juan ha traído como una consecuencia inevitable el decantamiento de la figura de Andrés Manuel López Obrador como un adelantado candidato presidencial. El jefe de Gobierno ya no es el sencillo y rijoso provinciano que llegó desde tierras tabasqueñas para gobernar esta gran ciudad de los mexicanos. Tampoco es el rústico personaje que ha alcanzado notables niveles de popularidad en el Distrito Federal cimentando su quehacer en la opción por los pobres. Se ha transformado en el prospecto político que cuenta con la mejor plataforma de despegue para hacerse con la Presidencia de la República en 2006. Pero en este consistente empeño, desplegado a partir de cotidianas madrugadas, se notan preocupantes aristas que modelan su pensamiento y actitudes ciudadanas, la manera de concebir la ética pública, la división de poderes, la justicia, la responsabilidad de los mandatarios en la lucha contra la corrupción, la institucionalidad del Poder Judicial y otros varios cruciales tópicos de la política.
Continuas referencias a etéreos conceptos como los "sentimientos populares" para sujetar los mandatos de la ley son recurrentes cuando Andrés Manuel López Obrador trata de exponer su concepción del estado de derecho. Se sobrentiende, en tal referencia, que será él, en lo personal, el que interprete dicho sentimiento, puesto que no se cuenta con ningún método de captación de esas emanaciones sociales y, menos aún, la ruta para su correcta interpretación. Similar resultado han traído las expresiones de López Obrador a difusos criterios como la dignidad de un funcionario, límite ante el cual los ordenamientos de los jueces dejan de tener sentido y pueden ser ignorados.
El desenlace entrevisto por López Obrador en su obligada desobediencia y antes de hacerse cómplice de un fraude, por él determinado, está plagado de riesgos graves. Dice que enfrentará, con decisión y sin flaquezas humanas, la destitución y hasta la cárcel como una consecuencia derivada de su valiente accionar en la jefatura de gobierno.
La imagen que va emergiendo en el transcurso de la discusión sobre el caso del paraje ha matizado la figura de Andrés Manuel López Obrador, a tal grado que en ciertos momentos se equipara con la de un gobernante iluminado. Costo lateral que puede subordinar sus posibilidades efectivas para llegar a Los Pinos. Los asuntos tocados por el jefe de Gobierno capitalino no son menores. Pueden fraguar, en la conciencia colectiva, los peligrosos contornos de un caudillo en ciernes. Traer a colación la disyuntiva entre ley y justicia, como medida para la obediencia de la primera, es entrar a un movedizo terreno dentro del cual López Obrador parece estar muy poco preparado conceptualmente. Los alcances de su pensamiento, tal y como los ha ido exponiendo en el transcurso de la disputa con los jueces, reporteros de la fuente, entrevistadores, ciudadanos oyentes de sus posturas mañaneras, abogados o magistrados de la Corte, no le hacen favor alguno. Las torpezas verbales en las que a menudo incurre, la escasa fluidez de sus verbalizaciones y, en especial, sus referencias a esos inasibles sentimientos populares lo hacen aparecer como un ponente de inclinaciones moralistas autoritarias.
Sin embargo, su popularidad crece y los respaldos se multiplican por miles. Muy a pesar de la crítica informada que alerta sobre sus desplantes caudillescos y disolventes de la división de poderes o del imperio de la ley, López Obrador continúa su marcha penetrante y ascendente en el imaginario electoral del país. Y lo hace porque su figura va haciéndose, aun en medio de sus tambaleantes alegatos, mucho más cercana para sus mandantes. Es casi un lugar común oír que Andrés Manuel López Obrador basa su fuerza, su atractivo, en las medidas populistas tomadas por su administración. Por ello se entienden las ayudas a la tercera edad, los subsidios a la leche, los distribuidores viales o el manipuleo de la fuente informativa del Distrito Federal, a la que le impone su agenda. Eso ayuda, no cabe duda, pero su popularidad proviene de zonas más profundas, menos observadas a simple vista o, por estar, precisamente a la vista, no es mejor apreciada en toda su dimensión política. El ascendiente de López Obrador tiene que ver con la honesta medianía que ha aceptado, desde hace ya mucho tiempo, como su manera de ser y desde la cual pergeña sus valoraciones. El es quizá el único político que no aspira a la parafernalia que se adjunta con el éxito social o económico. Y eso lo sabe y experimenta la gente en carne propia. De ahí sale y proviene el respeto que contamina su paso, sus torpes dichos, sus pleitos, el circular por la ciudad. La gente lo ve, lo palpa, lo siente como un hombre cercano, tocable, alcanzable por la mayoría. Los encumbrados, por el contrario, lo observan con recelo, como un ente ajeno al que tachan de retórico porque no se rodea ni circula entre ellos aunque sea aparentando ser su igual. Y esa es una diferencia monumental en una república plagada de miserables, de excluidos, de hombres y mujeres comunes que litigan todo el día para llevar, en el mejor de los casos, una vida plagada de privaciones y achicados horizontes.
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