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México D.F. Jueves 30 de octubre de 2003

Olga Harmony/ II y última

Semana de teatro alemán

Las actividades de la Semana de Teatro Alemán se cerraron con la escenificación de Emilia Galotti realizada por Michael Thalheimer, un director más joven que Frank Castorf -del que hablé en mi anterior entrega- y también innovador del teatro aunque de manera diferente. Thalheimer toma la obra de Lessing y, con apoyo del dramaturgista del Deutsches Theater Berlín, Hans Nadolny, la reduce -eliminando algunos personajes- de sus largos cinco actos en uno solo, continuo, aprovechando que el texto original ocurre en 24 horas, aunque esto no parezca lo más importante para el director berlinés, sino que la tragedia -considerada como la primera tragedia burguesa y primera tragedia política- del clásico cobre una total ambigüedad, tanto en forma como en contenido, que la convierta en nuestra contemporánea.

Es de sobra sabido que Gotthold Eprhaim Lessing tomó la historia de la romana Virginia, que prefirió ser muerta por su propio padre que sucumbir el acoso del decenviro Claudio, para escribir esta obra, actualizándola a su siglo y ubicándola en algunos de los principados de lo que sería Italia, como una acusación al abuso de poder (y su estreno en el teatro de la corte de Bunswick nos hace pensar en las cinco dificultades brechtianas). Michael Thalheimer la actualiza a su vez como una reflexión a los valores perdidos y deja un final abierto con la protagonista en el fondo y algunas parejas de negro bailando un vals que resulta el único contrapunto a la repetitiva tonada que Bert Wrede toma a su vez de Shigeru Umebayashi.

En un escenario diseñado por Olaf Altmann, consistente en un largo espacio -que sustituye a los tres pedidos por el original- con muros de madera que se abren como puertas y un piso de ondulantes curvas, el director berlinés contrasta el tiempo y el espacio. Mientras sus excelentes actores dicen sus parlamentos a gran velocidad, los desplazamientos para salir y entrar por la única puerta que al principio se da en el fondo son muy largos. Thalheimer ve a sus personajes como prototipos y por lo tanto su diseño escénico es muy poco realista, casi siempre los actores de cara al público y sin mirarse, a veces dándose la espalda, encarándose en muy pocos momentos. Me atrevería a aventurar que toma del Lessing teórico algunos elementos respecto a la gestualidad, aunque en algún caso lo contradiga como ese aletear de brazos con que sale Emilia y que el autor y tratadista condena en su Dramaturgia de Hamburgo.

De la presentación de Un tranvía llamado América a la de Emilia Galotti, ambas en la ciudad de México, transcurrió una semana en que se dictaron conferencias, se discutió en mesas redondas, se dio algún encuentro (en el que Bernd Wilms, director del Deutsches Theater Berlín, a preguntas de Enrique Singer y del público, nos llenó de envidia al explicar los apoyos que tienen los teatros estatales como el suyo en Berlín) y se ofrecieron tres lecturas teatrales de otros tantos dramaturgos contemporáneos que estuvieron presentes, excepto en el caso de Dea Lohler, en cuyo lugar estuvo la dramaturgista Carola Dürr.

La primera lectura correspondió al grupo Los endebles, dirigido por Boris Schoemann, de la obra República de viñeta, de Moritz Rinke, la menos afortunada de las tres -tanto por la debilidad del texto como por la comparación de los actores con los de mayor capacidad de las otras dos-, a pesar del esfuerzo de Schoemann por darle teatralidad.

La segunda fue de la muy bella obra Un sueño árabe, de Roland Schimmelpfenning -que quisiéramos ver representada-, con el grupo El Farfullero, en la que los excelentes Miguel Flores, Aída López, Carmen Mastache, Juan Carlos Vives y Carlos Corona, dirigidos por Mauricio García Lozano, daban todos los matices del texto en estricto teatro en atril mientras se escuchaba la música en vivo de Mariano Cossa.

La tercera, más que lectura, casi representación (con producción e iluminación de Gabriel Pascal e incluso programas de mano), correspondió a El Milagro con la muy dura Tatuaje, de Dea Loher -que también nos dejó el deseo de verla en montaje formal-, dirigida por David Olguín, en la que los actores jóvenes, sobre todo Magali Boyselle, no desdicen de la experiencia y el talento escénico de Laura Almela y Joaquín Cossío. Se agradece a la Coordinación de Teatro del Instituto Nacional de Bellas Artes y al Instituto Goethe esta rica semana.

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