México D.F. Martes 28 de octubre de 2003
Luis Hernández Navarro
Más neoliberal que Margaret Thatcher
La privatización eléctrica en México se ha querido justificar a base de mentiras. El secretario de Energía, Luis Téllez, afirmó en 1998 que si no se aprobaba la reforma al sector se produciría un colapso en 2002, y que se necesitaba una inversión de 25 mil millones de dólares cuando lo que se requerían eran tan sólo 13 mil millones. Falsas verdades y embustes han sido repetidos desde entonces, sin el menor rubor, por dos presidentes de la República y multitud de funcionarios.
A esta labor de falsificación de la realidad se ha sumado ahora el historiador Enrique Krauze. Al abogar por la privatización eléctrica en el artículo "Más cardenistas que Cárdenas" (Reforma, 26 de octubre de 2003) afirma que la nacionalización de esta industria fue un acto político "para contrarrestar el desprestigio de la Revolución Mexicana" y que "la solución de López Mateos fue parecer más cardenista que Cárdenas y ése fue el sentido principal de la nacionalización eléctrica".
Krauze miente. La intervención estatal en la industria no fue resultado de la necesidad de contener el prestigio de la Revolución Cubana ni de las disputas entre facciones en el poder, sino de algo mucho más sencillo: las necesidades del desarrollo nacional y el conflicto existente entre las empresas privadas que controlaban la actividad y los intereses de los consumidores que necesitaban de sus servicios. La ambición de los empresarios de esta rama económica chocaba permanentemente con las necesidades del conjunto de la planta industrial y comercial, así como de los usuarios privados.
La industria eléctrica en México nació de la iniciativa privada. En 1879 una empresa textilera, La Americana, asentada en León, Guanajuato, instaló la primera planta termoeléctrica en México. Diez años después, en Batopilas, Coahuila, se montó la primera instalación hidroeléctrica.
Cinco décadas más tarde el grueso de la industria eléctrica estaba en manos de dos empresas extranjeras: la Mexican Light and Power Company, Ltd, y la Impulsora de Empresas Eléctricas, subsidiaria del grupo estadunidense Electric Bond and Share Co. Ambos consorcios habían absorbido a otras empresas más pequeñas o con dificultades financieras.
Pero, a pesar del dominio del capital privado, la situación del sector distaba de ser ejemplar. Aunque el desarrollo del país requería unificar las prácticas de la industria eléctrica de forma que pudieran interconectarse todas las redes, había diferencias entre las dos compañías en los voltajes de distribución y frecuencia de generación. El suministro era inadecuado y las tarifas altas. Las quejas de los consumidores eran frecuentes. Distintas ligas de defensa de usuarios reclamaban la actitud de las empresas y presionaban al Estado para que reglamentara las actividades de los consorcios.
Fue en este contexto en el que el 2 de diciembre de 1933 el general Abelardo L. Rodríguez envió al Congreso de la Unión la iniciativa para crear la Comisión Federal de Electricidad (CFE) como una dependencia descentralizada, destinada a dirigir y organizar el sistema eléctrico nacional, bajo un enfoque social y sin afán de lucro. La CFE entró en funciones con Lázaro Cárdenas, quien el 14 de agosto de 1937 promulgó la ley para constituirla.
El presupuesto del nuevo organismo era raquítico. Su nómina constaba apenas de 15 personas y sus oficinas se ubicaban en un despacho alquilado. Poco a poco creció, instalando pequeñas centrales hidroeléctricas. En 1942 aportaba 10 por ciento de la energía producida, mientras los dos grandes monopolios generaban 80 por ciento. Por lo general, las redes de distribución seguían siendo privadas, y la CFE les vendía la energía a precios regalados. Además, la empresa estatal rehabilitaba plantas que la iniciativa privada juzgaba incosteables.
En 1960 -fecha de la reforma constitucional que da al Estado el control pleno del sector eléctrico- la Comisión ya poseía 54 por ciento de la capacidad de generación instalada en el país. El malestar de empresarios y pequeños consumidores con las grandes empresas era enorme, pues proporcionaban un servicio caro y deficiente. La nacionalización del sector era entonces inevitable, no por consideraciones ideológicas o políticas, sino porque la presencia del capital privado era un freno para impulsar el desarrollo nacional. Después de seis meses de negociaciones, el gobierno compró todas las propiedades mexicanas de Impulsora de Empresas Eléctricas y 90 por ciento de las acciones de la Mexican Light and Power Co.
La industria nacionalizada heredó de las empresas privadas una situación caótica, al punto que una de sus primeras tareas fue poner orden. Se cobraban tarifas diferentes y no se contaba con criterios para unificarlas. La situación financiera era delicada. Las compañías extranjeras operaban con gran variedad de sistemas de generación y distribución de energía. La nacionalización resolvió esos problemas, permitiendo la expansión del sector y facilitando la industrialización del país.
Mientras en casi todo el mundo se ha hecho evidente que el fracaso de la privatización y la desregulación eléctrica, en México un pequeño grupo de empresarios, políticos e intelectuales quiere que el país regrese a la situación que se vivía hace más de 40 años. Prefieren, como Enrique Krauze, defender las ganancias privadas sobre el bienestar común, sacrificando un sector que funciona bien. No les importa falsificar la historia. Son más neoliberales que Margaret Thatcher.
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