OFELIA MURRIETA: PLATA Y PENSAMIENTO
Norteña, a cada instante se siente marcada por el desierto que llenó sus ojos en la infancia y por un espíritu apache que la hace rejega a cualquier estructura. Por eso buscó un canal creativo independiente de instituciones y jefes; por eso combina la joyería con la poesía, y la pintura con la creación de cajas de artista donde acumula recuerdos del pasado y reflexiones del presente. Su familia de agricultores de algodón hizo siempre una vida en comunidad. Recuerda las tardes en que compartía la conversación con su abuela, su madre y algunas tías en tanto preparaban mermeladas y conservas. Pero sobre todo rememora la pizca de algodón que se convertía en juego entre los primos para saber cómo andaba la vida de las catarinas, los chapulines y las cigarras entre los algodoneros. Con la noche, los ecos no eran de insectos sino de los braceros que habían retornado a su tierra mexicana y contaban historias de espantos que los niños asimilaban con los ojos pelones. Con la única presencia de un tío poeta y periodista, Ofelia encontró el arte a través de la naturaleza de la tierra norteña tan pródiga en contrastes, con arenas, mares, ríos y trigales. Un ejemplo de ese arte que abrió su imaginación a la maravilla fue el primer ensamblaje que tuvo frente a sí cuando niña, sin saber bien a bien de qué se trataba: entre las herramientas de los tractores del abuelo, una abejas construyeron su casa esponjosa de cera, así que entre los cachivaches quedó instalado el panal que su Tata no destruyó porque apreciaba las cosas extraordinarias que la natura edifica. Su desasosiego fue mayúsculo al dejar toda esa alegría compartida cuando arribó a la Ciudad de México. Tenía diecisiete años, una beca para estudiar historia en El Colegio de México y se encontró en medio de un ambiente cargado de competencia e individualismo. José Gaos fue uno de sus maestros que le recomendó darse oportunidad de crecer y madurar para entender su nueva realidad, que ella ligaba a soledad y desamparo. Pero no fue fácil. El mundo se le venía encima y si antes había sido eficiente alumna, el movimiento estudiantil del 68 le pasó la factura. Vio de cerca la masacre en Tlatelolco y somatizó aquel horror con una parálisis corporal que la llevó a reprobar los exámenes y salir del Colmex como "una fracasada total". Con ese bagaje se casó, embarazó y vivió la maternidad con intensidad. Junto a su esposo, Ofelia planeó dos partos: uno de carne y otro de decisión, por lo que gestó un hijo y decidió adoptar otro. Dice que en su momento sintió que "si con el 68 no habíamos podido cambiar el mundo, por lo menos transformaríamos la vida de una persona". Esa persona fue su hijo adoptivo que ahora vive en Bélgica.
Comenzó entonces a hacer joyas, hizo su primera exhibición pero advirtió que sólo hacía piezas bonitas en la forma; les faltaba alma, contenido. Todo embonó cuando estudió Ciencias Humanas en el Claustro de Sor Juana y acomodó aquella locura que traía de la plata junto con un pensamiento que alimentó su imaginación para darle sentido pleno a cada obra que confecciona. Ahora, sus collares, pulseras, cajas y hasta poemas remiten a símbolos plenos de señales que ha desplegado en muestras viajeras por España, Estados Unidos, Bélgica, Lisboa y México; que remite en los libros de poesía Dejemos de ser pacientes (1996) y Curva de viento (2003); que desarrolla como jurado en concursos de artesanías, en el diseño de carteles y portadas de libros y en su papel directivo del Museo de la Indumentaria Mexicana entre 1992 y 1996. Son esos símbolos que la determinan
y materializa en su logotipo donde hace aliados a un corazón inflamado,
una cola de sirena y un par de alas. Para Ofelia, significados de la pasión,
la utopía y la libertad, respectivamente, o los tres impulsos que
la guían cada día para evitar la dejadez que a veces colma
nuestra existencia; eso que ayuda a provocar que algo suceda, más
que simplemente dejar que suceda; eso que ayuda a ser dueñas
del timón del barco más que una leña a la deriva en
el mar.
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