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México D.F. Domingo 26 de octubre de 2003
Carlos Bonfil
El violinista
Pekín, época actual. Retrato de un adolescente como artista enamorado. En su película más reciente, El violinista (Together), el notable realizador chino de la llamada Quinta Generación, Chen Kaige (Adiós a mi concubina), evoca las dificultades de reconciliar las aspiraciones sociales y la vocación artística. Luego del tropiezo mayúsculo que significó su película anterior, Matándome suavemente (Killing me softly), incoherente melodrama de corte hollywoodense, el cineasta vuelve a elaborar un fresco social, ambientado no ya en los tiempos de la Revolución Cultural maoísta, sino en un entorno actual, de modernidad fastuosa, en el que la música occidental clásica ya no es sinónimo de decadencia burguesa, sino un fetiche cultural respetable. El violinista es una reflexión sobre la ascensión social y sus peligros: uno de ellos, la corrupción del talento. El joven Xiaochun (Tang Yun), virtuoso del violín, busca en Pekín, al lado de su padre campesino, a un maestro capaz de afinar su arte y procurarle cierta visibilidad artística. Descubre a un maestro de música algo menesteroso, lleno de frustraciones y manías, pero amante y conocedor sincero de la música, y esto le abre perspectivas estimulantes. Al contacto con el joven talentoso, también el profesor comienza a cuestionar y revalorar su propia existencia.
En el proceso formativo de Xiaochun hay tres figuras tutelares: el padre incapaz de constituirse en modelo para el joven artista, pero dispuesto a cualquier sacrificio para facilitarle el triunfo; el profesor entusiasta, privado sin embargo de relaciones sociales para ayudar a su alumno; y un profesor más, interpretado por el propio realizador, con el poder suficiente para garantizar la realización social del talento adolescente. Como un dilema moral, indisociable de su temprana educación sentimental, el muchacho tendrá que elegir entre el éxito entendido como acceso a una elite cultural calculadora y frívola, y la realización artística, ligada íntimamente a la naturaleza y a la espontaneidad afectiva. Chen Kaige opone continuamente el lustre social de una China moderna, neocapitalista, que ha dado la espalda a sus tradiciones y credos políticos, a la revelación de una pureza sentimental y artística al abrigo de toda corrupción. Detrás de este tratamiento maniqueo de la realidad, se insinúa una crítica a los nuevos valores dominantes en la sociedad urbana china. Los interiores domésticos de los dos profesores de Xiaochun enfatizan los contrastes sociales, por un lado, la bohemia modesta en casa del artista frustrado; por el otro, la decoración sofisticada en la residencia del maestro exitoso. Sucede otro tanto con el estudiado glamur de fachadas e interiores de hoteles y salas de concierto. Una fotografía preciosista, con un continuo recurso a un nimbo luminoso, alude al mundo artificial y a la falsedad moral como obstáculos a vencer en la trayectoria del artista adolescente.
A manera de prolongación de su primer dilema ético -honestidad artística versus oportunismo social-, Chen Kaige plantea una historia de amor, pudorosa, siempre alusiva, alejada de toda realización carnal. Xiaochun corteja y venera a una joven frívola, Lili, Big Sister, cuyo oficio o distracción es la frecuentación parasitaria de hombres ricos. Como en algún viejo melodrama, la mujer es tentación inoportuna y amenaza para la carrera del adolescente. Al menos a los ojos del padre campesino. El director chino ofrece, sin embargo, una aproximación romántica llena de sugerencias y matices, con la obsesión juvenil como eco lejano de aquella cinta de culto de los años setenta, La muchacha del baño público (Deep End), del polaco Jerzy Skolimowski. Otra referencia sugerente es la cinta canadiense El violín rojo (1998), de Francois Girard, recorrido histórico por varios continentes en busca de un instrumento legendario.
El violinista es una experiencia a medio camino entre la propuesta de arte y el cine comercial, destinada tal vez a decepcionar, por su sentimentalismo desbordado, a los admiradores del primer estilo del cineasta (Tierra amarilla, La vida en un hilo, Adiós a mi concubina, esta última Palma de Oro en Cannes 1993), pero que al mismo tiempo conquista nuevos públicos para una cinematografía asiática injustamente menospreciada, capaz de procurar, como demuestra esta película, un entretenimiento masivo despojado de esa tontería acreditada que acostumbra promover una cartelera atenta a la novedad hollywoodense.
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