Colombia: más menos que más Armando Hoyos Con motivo de la Feria Metropolitana del Libro, que tiene a Bogotá como ciudad invitada, queremos añadir un grano más a la extensa playa del vínculo cultural entre México y Colombia. Héctor Abad, Carlos José Reyes y Armando Hoyos revisan, de modo breve y concreto, la situación actual de la narrativa, el teatro y las artes plásticas colombianas. Eduardo Cruz nos entrega la visión a un tiempo lúcida y deslumbrada que dan dos años de estancia en ese país de verdor inusitado, y Fabio Jurado revisita, con admiración y rigor, al mexicanocolombiano Porfirio Barba-Jacob. Completa esta entrega una tríada de poemas de Ramón Cote, Víctor Gaviria y Fernando Herrera. Agradecemos a Cemex Colombia, a Mexicana de Aviación y a la embajada de México en Colombia su apoyo para la realización de este número.
Por lo dicho quedará bien claro de qué lado están mis preferencias. Me excusarán, pues, los lectores mexicanos si centro esta breve crónica en el primer sector, e incluso si privilegio allí a la pintura, dado que la escultura vive en Colombia un relativo letargo, del cual se apartan muy pocos practicantes menores de cincuenta años. Hugo Zapata, el escultor de mayores revelaciones recientes que viene a la mente, es un veterano nacido 1945. También siguen dando guerra otros: Bernardo Salcedo con sus cajas de estirpe surrealista, Olga de Amaral con sus grandes telas que quizá se puedan incluir en el ramo de la escultura y Jim Amaral, esposo de la anterior, quien en tiempos recientes ha ido abandonando la pintura en favor de unos bronces de lirismo erótico. El tema de estas últimas piezas no es otro que el dilema bizantino: el sexo de los ángeles. Pero todos los mencionados son veteranos. Había, sí, un escultor joven muy talentoso, Pablo van Wong, sólo que hace rato se pasó al bando instalacionista, donde al parecer vive contento. Por eso la disciplina sigue dominada por los ya octogenarios Edgar Negret y Eduardo Ramírez Villamizar, cuyas bellas esculturas adornan una gran cantidad de plazas, edificios y salas museales en el país. Pasando al más dinámico reino de la pintura, puede decirse que a pesar de la humillación institucional del poder postmoderno, la vieja caja de Pandora que abrió Giotto por allá en 1300 sigue irradiando visiones intoxicantes. En Colombia, el fenómeno es desde luego mucho más reciente; data de los años cincuenta del siglo xx cuando surgieron casi al mismo tiempo, acompañados por los lúcidos textos de Marta Traba, Alejandro Obregón, Juan Antonio Roda y Fernando Botero; aclaro, por lo que valga, que en los inicios de su carrera Botero era un magnífico pintor; si luego se fue volviendo repetitivo y aburrido, esa es otra historia. Durante los años sesenta el fenómeno siguió en gran salud intoxicante con las obras de Beatriz González, Luis Caballero, Luciano Jaramillo y Juan Cárdenas, entre varios más. Supongo, sin embargo, que debo referirme aquí a los pintores nacidos después de 1950, pues aunque soy el primero en saber que el corte por décadas es arbitrario, en este caso se me hace un recurso válido por el hecho de que los menores de cincuenta años son mucho menos conocidos en el extranjero que sus antecesores. Haré entonces un breve perfil de los pintores más destacados entre los relativamente jóvenes. Van por años de nacimiento.
Casi en el extremo opuesto de Lorenzo Jaramillo se ubica José Antonio Suárez, nacido en el mismo año de 1955. Suárez es un miniaturista que alterna el dibujo y el grabado, siempre con un estilo pulcro, lírico y carente de la menor violencia expresiva. De ahí que no se le pueda ubicar en las escuelas raizales de la pintura moderna (impresionismo, expresionismo, etcétera), sino en algo más antiguo o intemporal. Dicho de otro modo, el de Suárez es el valeroso anacronismo de un artista que se fugó del presente por voluntad propia. Sus dibujos tienden a ser secuenciales y temáticos, y están hechos por variaciones, como se usa en la música formal. Asimismo ha publicado un par de bellos libros de artista en el taller Arte Dos Gráfico. Otro nacido en 1955 fue Víctor Laignelet, quien irrumpió en la escena plástica en los años ochenta con varias exposiciones en la entonces dominante galería Garcés-Velázquez. Su deslumbrante pintura se centraba en retratos, juguetonamente deformados, mediante un estilo que quizá se corresponda con la llamada Transvanguardia italiana de la época, pese a que Víctor desarrolló el estilo por cuenta propia. Los resultados eran desconcertantes; a primera vista los cuadros tenían un ligero sabor expresionista pero luego, examinados con cuidado, resultaban más leves de lo que es usual en esa escuela e incluían elaborados juegos laberínticos en la vena de Escher. En la época yo aseguraba que Laignelet era el artista de más proyección entre los nuevos. Llegaron, sin embargo, los años noventa, y Víctor pasó por conversiones varias, lo que no importaría si no fuera porque en paralelo hizo pasar a su obra por esas mismas conversiones. De repente, asumió una posición creyente en temas de esoterismo que marcó su pintura, llenándola de simbolismos cabalísticos de obvia procedencia extra pictórica. Para rematar, Laignelet se puso luego a hacer instalaciones, igualmente esotéricas, plegándose a la moda reciente por partida doble. El resultado me pareció, al menos a mí, en extremo decepcionante. Hace poco me enteré con alegría de que Víctor estaba volviendo a pintar. Fui a mirar el resultado y por lo visto todavía no puedo decir que haya recuperado la fuerza que tenía quince años atrás. Carlos Salazar (1957) es también un pintor figurativo. Educado en Europa donde realizó copias en museos y demás, Salazar se volvió un gran conocedor de las técnicas clásicas. Nada, pues, de brochazos pesados o de pintura que llama la atención por su materia. Salazar prefiere desde siempre las figuras femeninas, aunque sólo en ocasiones retrata a sus modelos. Esto significa que, con y sin modelos, las más de las veces estamos ante mujeres inventadas a placer. En tiempos recientes, Carlos optó además por desnudarlas, con resultados arriesgados y estimulantes en el aspecto erótico. Me cuenta que a última hora le ha dado por rodar videos de tono subido. Debo decir que no sé si los veré. Después de todo lo sucedido, se me antoja que un pintor armado con una cámara de video es un peligro innecesario.
José Horacio Martínez, nacido también en 1961, se distinguió al comienzo de su carrera por unos grandes lienzos clavados sobre tablas (y no tensados sobre el bastidor). Encima de ellos mezclaba el óleo con ocasionales collages de figuras estampadas, y al final solía trabajar la superficie con instrumentos cortopunzantes. En un principio el color se subordinaba al resto de los medios expresivos, pero luego José Horacio arriesgó sólidos escarceos abstractos de color intenso y materia tupida. Lo más reciente que se le ha visto son unos perfiles simplificados al óleo, que se me antojan menos interesantes que lo anterior. ¿Desvío temporal? Ojalá. Delcy Morelos (1967) se dio a conocer, sobre todo en los salones regionales y nacionales, con unas grandes superficies salpicadas de rojo. La alusión a la sangre y a la violencia que no brillan por su ausencia en el país era obvia. El gran formato y la obsesión con las salpicaduras primero impactaban pero luego tendieron a parecer algo monótonas, a fuer de repetidas. De ahí que algunos espectadores nos hayamos declarado a la espera de nuevos virajes en la obra de la talentosa artista. Las últimas pinturas siguen ofreciendo una superficie muy salpicada, pero ya el color no es rojo sangre. Al menos no siempre. Fredy Serna (1971) es el más joven de los artistas que mencionaré aquí. Miembro de una familia de nueve hermanos, Freddy es por más señas un hijo de las comunas de Medellín, donde vive todavía. Su vida en un entorno tan belicoso, por lo tanto, ha de ser agitada, si bien el artista demostró desde muy joven una intuición plástica sorprendente y refinada. Fredy hace cuadros figurativos de materia densa, con ópticas grananguladas. Al interior de las figuras, casi siempre evocadoras de paisajes urbanos nada idílicos en los que están ausentes las figuras humanas, las texturas exploran lo que podría considerarse una pintura abstracta. Buena solución la suya al viejísimo dilema de la figuración y la abstracción. En fin, pintores jóvenes de mérito hay más, lo que se acabó fue el espacio.
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