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México D.F. Domingo 19 de octubre de 2003

Paco Ignacio Taibo II

Manolo, el grafómano

Una voz en el teléfono me llega a mitad de la noche. Manuel Vázquez Montalbán ha muerto de un ataque al corazón en un aeropuerto de Tailanda. Me quedo atontado. Teníamos una cita en el próximo julio que ya no se hará. La desolación me invade. Saltan los recuerdos dispersos y caóticos del pasado reciente.

En uno de esos mano a mano tan frecuentes en los años recientes dije en voz alta que prefería las novelas de Manolo Vázquez Montalbán cuando se equivocaba que las de muchos otros cuando acertaban. Me miró fijamente y me dijo, tapando su micrófono, que esa teoría no le gustaba mucho.

Una vez, en mi casa del DF, puso a temblar a Paloma juzgando sus crepas de huitlacoche, su huachinango a la veracruzana y su arroz a la queretana. Cuando se devoró todo lo que había sobre la mesa, le dijo: "Muy interesante, muy interesante". Nuestra siguiente comida, en Madrid, antes de una feria del libro, fue patética. Ya le había pegado el ataque cardiaco y estaba a rigurosa dieta. Había adelgazado terriblemente, comía ensaladas, no fumaba y había dejado temporalmente el whisky. Yo me burlaba de él diciendo que no tenía mucho sentido eso de querer ser guapo a su edad.

Dijo una vez: "no se trata de realidad, sino de credibilidad, de verosimilitud", definiendo el oficio de escritor.

Era un populista irredento. Miembro del partido comunista catalán, el PSUC, escribió durante muchos años una columna política demoledora en las páginas de Interviú. Sus notas señalando el desastre de la pactada transición española convivían al lado de las exuberantes pechugas y las abundantes nalgas.

Alguna vez bromeábamos diciendo que como continuara farfullando en el micrófono, le íbamos a tener que poner un traductor del español al español. En público hablaba muy rápido, como si tuviera prisa, omitiendo las vocales.

Era el único hombre en el planeta que iba a la alberca del hotel con portafolio, en traje de baño y con zapatos negros. En San Juan del Río, Querétaro, durante uno de los encuentros fundacionales de la asociación de escritores policiacos, se apareció con esa vestimenta una mañana. Cuando le dije que parecía una personaje de las tiras cómicas de Ventura y Nieto, me dijo que lo que parecía era "un mal personaje de Graham Greene".

En la Feria del Libro de París teníamos un mano a mano en el salón A sobre el noveau roman policier, y en el salón B, a la misma hora, estaba Salman Rushdie en la época de su mayor fama periodística, cuando había sido condenado a muerte por los fundamentalistas, y Manolo y yo nos pasamos la tarde apostando cenas a que nosotros tendríamos más público. Poco antes de empezar, Manolo se deslizó a contar a los del salón de al lado, mientras yo abría el fuego. Cuando regresó me preguntó en un susurro:

-ƑLos guardaespaldas cuentan?

-Sí, que le vamos a hacer.

-Entonces nos jodimos -me dijo.

En la España de la frivolidad, el desencanto y el pasotismo, era una singular excepción. Moviéndose a escala universal estaba en Cuba discutiendo la vigencia de los restos de la Revolución Cubana, visitaba Tailandia para hablar de los paraísos artificiales en una novela, se metía de cabeza en la guerra de los Balcanes, viajaba a Chiapas para hablar con Marcos, visitaba San Petersburgo para recontar la revolución rusa y escribía, escribía. Era un terrible grafómano. Publicaba dos o tres libros al año. Con todo cinismo me dijo una vez que necesitaba una beca para leer las novelas de Paco Taibo. Le contesté que se la cambiaba por una para leer los libros de Vázquez Montalbán, pero a mí había que pagarme más.

Una vez, en la antesala de un hotel, me confesó que en estos últimos años tenía un novedoso problema: una vez que llegaba a un lugar estaba pensando en salir de él para irse al siguiente paso en esta carrera planetaria. "Es como si tuviera el culo repartido en el espacio". Lo consolé diciendo que el Che sufría la misma enfermedad.

Contaba el origen de sus profundos nexos con Asturias, cuando había sido detenido por la policía franquista por estar cantando Asturias, patria querida durante una huelga de los mineros asturianos. Curiosamente sólo se sabía las dos primeros estrofas, cuando se lo reclamamos, dijo que lo habían detenido en ese momento y que no había podido aprender la tercera.

Me llevaba a los restaurantes de las ramblas, y confesaba que era un momento difícil el que tenía que pasar conmigo cuando les explicaba pacientemente a los chefs, todos amigos suyos, empeñados en deslumbrarlo, que yo era un caballero mexicano que acababa de salir del siquiátrico y sólo bebía cocacola. Que a pesar de eso era un buen comedor, y no escribía mal.

Me deja dos novelas maravillosas, Galíndez y Los mares del sur, quizá la más lograda de la serie de Carvalho. Un librero entero en mi casa reúne los libros que me dejó firmados: poemas, ensayos. A veces se nos olvidaba que Manolo era un genial poeta.

Mientras tecleo me va invadiendo la sensación de que los homenajes apestan; que entre los que no lo leyeron en vida, ahora, por esta condición absurda de la muerte que otorga fama al que ya no puede dar demasiado la lata, se pondrá de moda. Me alegro de haberle hecho un montón de homenajes en vida. Entre ellos haber organizado con Manuel Vázquez Montalbán una mesa redonda con fabada de por medio, y un encuentro literario con cabrito a la estaca en la Semana Negra de Gijón.

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