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México D.F. Domingo 19 de octubre de 2003
Hermann Bellinghausen
El júbilo de la inteligencia
Ahora que Manuel Vázquez Montalbán, autor de la novela Los pájaros de Bangkok, les ha jugado a sus amigos la poco inocente puntada de irse a morir en Bangkok (algo digno del novelista que siempre fue, más allá de haber sostenido también una envidiable relación con el mundo real, como hombre comprometido, como excepcional periodista, como panfletista volteriano, como amante del amor y de la vida, de las viandas, el vino, las argucias del futbol).
Ahora que ya no está el poeta rápido de Praga, el desentrañador de la ciudad de Barcelona, el biógrafo prohibido del dictador Franco, el articulista eternamente incómodo para los acomodados establishment de intelectuales posfranquistas y neofranquistas. Ahora que no escribirá más el brillante ensayista político educado en Marx, el comunista que encontró la fuente de la eterna juventud del optimismo, mucho antes y mucho más allá de la caída del muro de Berlín.
Ahora que él ya no sentirá más el dolor de los pueblos en Euskadi, Palestina, Kosovo, Chiapas. Es ahora cuando se le puede dar la razón a Elías Canetti: nadie debería de morir. Pero hay unos cuantos que, en su tiempo y circunstancia, son más indispensables. Los imprescindibles del conocido poema de Bertolt Brecht. Además, la literatura castellana y la cultura catalana y española acaban de perder a un lúcido impar. Uno de los pocos testigos de su siglo que nunca se mareó.
Tenía el corazón averiado. Pero quién que ha vivido no lo tiene averiado. Le aconsejaron no ir a Tailandia esta vez. El ironista empecinado se cuidaba, pero nada (salvo la última) lo iba a detener. Alter ego de un detective famoso, tuvo el privilegio de ser también un autor popular, traducido a 24 lenguas sin hacer la mínima concesión para obtener tal atributo (otra de las cosas que nunca le perdonó el mundo cultural de su tierra). Era el que fue. El que es. Vio venir de lejos a la globalización capitalista, y supo leer con empatía las protestas y resistencias de los años recientes. En la selva Lacandona, en Génova, en Gaza. Introductor clandestino de chorizos y butifarras para saldar ciertas cuentas uno de sus lectores más atentos, el subcomandante Marcos, comprendía las paradojas en carne propia y sabía reír de sí mismo. Agitador enciclopédico, visitó el planeta de los simios y la corte del rey Juan Carlos. Entró con Dios en La Habana sin perder de vista la revolución. Usó el género entrevista para decir y contradecir. Se dejaba entrevistar por sus entrevistados. Iba dejando espejos regados. Ejercía las formas más generosas de la curiosidad. Se daba el lujo de ser escéptico sin perder el buen gusto ni el humor. Ahora que Manuel Vázquez Montalbán guarda silencio resulta evidente que deja vacío un gran lugar. En la izquierda peninsular y latinoamericana, en las tertulias que acostumbraba y las que alimentaba el conjunto de su presencia intelectual. En su claridad de incorruptible detective que se atreve a decir sí o decir no, y seguir preguntando sin reposo. Supo que la verdad es tan sospechosa como la duda. Que el poder mata. Que la imaginación es el camino de la libertad.
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