México D.F. Domingo 19 de octubre de 2003
MAR DE HISTORIAS
La rueda de la fortuna
Cristina Pacheco
Casi todos los niños de la calle Sur 19 éramos
hijos de obreros, comerciantes o empleados en algún taller. Asistimos
a la primaria El Pípila y por la tarde ocupábamos la misma
calle jugando futbol. Me convertí en capitán del equipo cuando
mi padre, que trabajaba en una fábrica de artículos deportivos,
me regaló un balón.
Individualmente éramos Toño El Pocho,
Irwing El Meco, Lázaro El Pinto, Malaquías
El Roto, Sotero El Chairas y Ruperto El Fanal. Como
grupo, nos convertimos en Los Panzas Pelonas. A Bartolo, un arriero
llegado de Lagos que trabajaba en la refaccionaria, se le ocurrió
decir: "Esos chamacos parecen panzas pelonas. Así nombramos a las
borregas después de la trasquila porque se les ve el pellejo".
Los Panzas Pelonas crecimos reprobando años,
fumando a escondidas y saltando montañas de basura, zanjas, coladeras
abiertas, carrocerías oxidadas. También saltábamos
los cuerpos de los borrachos tirados a media calle, cerca de la Cantina
Familiar Victory o de la pulcata El Rey de Bastos.
Durante el tiempo que los ebrios permanecían inconscientes,
las moscas sobrevolaban sus caras abotagadas. Sus perros, anónimos
y pardos hacían guardia para impedir despojos, atracos o nuestras
burlas. Nos parecía divertidísimo inclinarnos y gritar al
oído del borracho: "Levántate, ahí viene la policía";
o pegarle una cola de papel en el fondillo de los pantalones.
Las casas alineadas en la calle Sur 19 eran de una sola
planta. Las aspiraciones a un segundo piso nunca iban más allá
de un muro de tabicón que pronto funcionaba como tendedero o depósito
de cascos y llantas viejas. Los muebles también eran idénticos:
desiguales, inseguros, maltrechos.
Paso obligado hacia las fábricas y la terminal
de camiones, la nuestra era una calle muy ruidosa. Desde el amanecer se
oían motores, cláxones, acelerones y, al mismo tiempo, cubetas
de agua, ladridos, palas, silbidos, taladros, música. A media mañana,
de una acera a otra, las mujeres compartían a gritos sus desdichas:
el esposo ausente, el hijo enfermo, la abuela moribunda, el nieto extraviado,
el casero voraz y amenazante. Dos frases enmarcaban la retahíla
de lamentaciones: "Le juro que a veces me dan ganas de morirme". "No diga
eso. Acuérdese de que Dios nunca abandona a sus hijos".
La noche era aún más estruendosa porque
la vida doméstica salía a la calle. La familia reunida achicaba
las casas y, en busca de más espacio, las ventanas eran abiertas
de golpe. ¡Tras, tras, tras! Por los huecos salían olores
a comida, llantos infantiles, voces en la televisión, carcajadas,
conversaciones, jadeos. Hacia las nueve todo era opacado por la rocola
de la Victory y los gritos con que Los Panzas Pelonas animábamos
el juego de futbol entre charcos y lodazales. "Con muchísimo gusto
vamos a complacerla. ¡Viene de ahí, a ritmo de cha-cha-cha,
el vals Los Patinadores, interpretado por el in-com-pa-ra-bleee
Mariano Mercerón".
Para Los Panzas Pelonas la noche terminaba en cuanto
oíamos los gritos de nuestras madres: "Toño, ¡a cenar!",
"Irwing: ya métete. Es muy tarde y mañana tienes escuela".
"Sotero: ¿vienes o voy por ti?" "Lázaro: si no me obedeces
te quito el balón". En respuesta, un "Ahorita voy" malhumorado;
en desquite, una última patada hacia una portería imaginaria;
en recompensa, otro salto para librar la montaña de basura, el perro
muerto, el cuerpo del borracho.
Al fin se escuchaba otra vez, más suave, el sucesivo
golpe de las ventanas. Las casas volvían a tener sus dimensiones
originales. Mientras las familias se agitaban buscando el mejor acomodo
para dormir, otra noche -ácida, peligrosa- rondaba la Sur 19.
II
Una tarde, al volver de la escuela, encontramos un camión
enorme estacionando junto a la Victory. Una lona amarilla impedía
ver su carga. Irwing propuso que fuéramos a pedirle informes al
chofer. "Son juegos mecánicos, todavía están desarmados".
Sotero quiso saber cuándo iban a funcionar. "El sábado, porque
es aniversario del mercado".
En la Sur 19 jamás se había puesto ninguna
feria, así que en cuanto entré en la casa le di la noticia
a mi madre. Ella, como siempre, estaba luchando para que mi hermanito Graciano
comiera y sólo me dijo: "Te advierto que si no haces la tarea no
te dejo salir a jugar".
Obedecí, pero no pude concentrarme en los quebrados.
Los gritos de los macheteros descargando las armazones de los juegos mecánicos
me jalaban hacia la calle. Cuando al fin salí encontré a
Los Panzas Pelonas convertidos en chalanes de los ferieros. "¡Qué
gachos! ¿Por qué no me llamaron?", le pregunté a Malaquías.
En vez de contestarme tomó una cadena y fue a depositarla en donde
le indicó el chofer.
Me alejé unos pasos, lancé el balón
al aire. Antes de que cayera le di un puntapié, pero con tanta fuerza
que rebotó contra el vidrio de La Blanquita. Enseguida salió
el panadero: "Ala, niño, a ver si te fijas en lo que haces o mejor
te largas a jugar a otra parte".
Muchas veces había tenido problemas similares con
los vecinos, pero nunca antes los había enfrentado solo. Me volví
hacia donde estaban mis amigos en busca de su apoyo. Ninguno se acercó.
No sabía qué me molestaba más, si su indiferencia
o que El Gachupas me hubiese llamado "niño".
Avergonzado, rabioso, tomé el balón y, en
actitud retadora, volví a pegarle con furia. El panadero, con los
pulgares clavados en el cinturón, gritó a los cuatros vientos:
"Este maldito chaval no entiende... Ha de ser muy rico para que no le importe
pagarme el vidrio si lo rompe".
Escuché risas, hice una señal obscena y
seguí jugando mientras el rencor me hacía jurar que nunca
más iba a prestarles el balón a mis amigos. De pronto, cuando
ya no lo esperaba, se me unieron. Sin explicarme nada, Irwing lanzó
el silbido que siempre anunciaba el principio del juego. Entonces hice
un pase al aire, Malaquías atrapó el balón y me sentí
feliz de que la tarde fuera como todas las otras en la Sur 19.
Al día siguiente, en la escuela, tuve que soportar
las bromas de Los Panzas Pelonas. Durante el recreo Toño
imitó la voz del panadero -"Este maldito chaval no entiende"- y
Malaquías me llamó "niño" en el mismo tono despectivo
que había usado El Gachupas.
Lo soporté todo con la esperanza de que por la
tarde reiniciáramos nuestro juego de futbol y, apoyado por mi grupo
de amigos, me vengara del panadero. Mis ilusiones se fueron al traste cuando
salí a la calle y encontré a Los Panzas Pelonas ayudando
a montar la rueda de la fortuna.
El sábado por la mañana se escucharon los
cohetes y las marimbas con que los comerciantes celebraban el aniversario
del mercado. Al ritmo de una canción de Cri-Cri, el feriero nos
invitó, por medio de un magnavoz, a que disfrutáramos del
único juego.
Salí a la calle. Desde lejos vi a Los Panzas
Pelonas junto al vendedor de boletos. "¿Qué hacen?",
pregunté. Irwing me habló al oído: "Queremos ver si
este güey nos deja dar una vuelta gratis". Malaquías intervino:
"Sí, después de todo, lo ayudamos bastante".
En ese momento apareció mi padre. Noté que
estaba ebrio. Le pedí una moneda para subirme al juego. El metió
la mano en la chamarra, me entregó las monedas y se alejó
rumbo a las "Victory".
Entré solo en la canastilla. Mientras iba subiendo
sentía las expectación de mis amigos. Cuando llegué
a lo alto los miré sonriendo. Eso bastó para que me sintiera
vengado por el abandono a que, según yo, me habían sometido
las tardes anteriores.
El domingo, en vista del fracaso, la feria abandonó
la calle. La Sur 19 volvió a ser la misma de antes, pero ya no éramos
niños.
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