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México D.F. Domingo 19 de octubre de 2003
"Hay que atrapar a ese desgraciado", dicen en
las calles sobre Sánchez de Lozada
Alegría y demandas de justicia, un día
después de la revuelta boliviana
Ya se restableció el transporte público
y los comercios empiezan a abrir sus puertas
LUIS A. GOMEZ ESPECIAL PARA LA JORNADA
La Paz, 18 de octubre. "¿Y no tienen su
dirección en Miami? Tenemos que atrapar a ese desgraciado que nos
ha matado; mucho ha robado", dice Carlos Quispe Suárez, uno de los
2 mil cooperativistas mineros que llegaron ayer por la noche a La Paz.
Luego de enfrentar dos días a los militares en la localidad de Patacamaya,
Quispe sonríe tímidamente a la cámara de un periodista
internacional. El jueves pasado por la mañana, en el corazón
del árido altiplano andino, el convoy que los transportaba desde
las zonas mineras del sur de Bolivia fue detenido a balazos por el ejército.
Primero dispararon a las llantas de los camiones, luego tiraron granadas
de gas lacrimógeno, y cuando lograron ahuyentarlos sustrajeron de
sus vehículos la ropa y los alimentos que traían.
Los mineros de Huanuni y del sector de Catavi, entre los
que se encontraban algunas jilacatas (autoridades tradicionales
indígenas), se indignaron y comenzaron a reagruparse. Durante cerca
de dos horas, armados con dinamita, enfrentaron a los efectivos del ejército,
el cual comenzó a responder con ráfagas de Fal y M1. Ese
día murieron dos cooperativistas mineros y hubo una docena de heridos.
En La Paz, durante las marchas que coparon la ciudad ese jueves para organizar
el cabildo abierto para exigir la renuncia de Gonzalo Sánchez de
Lozada, la gente pensaba que ese suceso iba a convertirse en la tercera
matanza de la guerra del gas. Jaime Solares, máximo dirigente
de la Central Obrera Boliviana, afirmó que si los mineros morían
en masa, en masa se iba a vengar el pueblo: era en Patacamaya donde se
comenzaba a decidir el rumbo de la lucha contra el gobierno. "Nosotros
no lo vimos así, estábamos muy espantados (...) y enojados.
Pensábamos que estos masacradores podían matarnos, pero no
había tiempo para pensar en otras cosas", reflexiona Quispe.
La Plaza de San Francisco está en calma esta tarde.
Uno de los carriles de la avenida Montes, en el que los manifestantes construyeron
barricadas con adoquines y las estructuras de aluminio de las paradas del
transporte público, sigue cerrado al tránsito. En el asfalto
quedan algunas huellas negras de las fogatas, trozos de vidrio y polvo
fino que vuela a la menor provocación. La gente transita en paz,
los vendedores ambulantes vocean sus productos, y al fondo, en una gradería
de piedra, los tradicionales pajpakos (merolicos) comienzan a ofrecer
a los paseantes chocolates, remedios para la jaqueca y alguna raíz
milagrosa. Subiendo unos metros sobre la plaza, en dirección a la
carretera, los camiones de los cooperativistas mineros están acelerando
el regreso.
Son
vehículos de carga pesada, sin lona para cubrirlos, en los que poco
a poco se acomoda la gente. En el costado de uno se pueden observar los
redondos impactos de balas. "Nos queremos ir antes de que sea de noche",
expresa Carlos Quispe, "pero antes vamos a comer un poquito". En la banqueta,
haciendo una jocosa cola, están los demás integrantes de
la Federación de Cooperativistas Mineros de Huanuni, sus compañeros
de Catavi y los jilacatas, ataviados con sombreros hechos de lana
cruda, con ponchos rayados en rojo y negro, y cada uno con un látigo
colgado al hombro: el símbolo de su autoridad y fuerza. "Nos han
traído de almorzar", explica Quispe.
Poco antes de las cuatro de la tarde apareció una
señora que venía de un barrio de la ladera este de La Paz.
Llegó en un auto cargando dos inmensas ollas de aluminio, rebosantes
de fideos con papa y mortadela en salsa de jitomate. Nadie la conoce, ni
siquiera por su nombre. Simplemente se instaló frente a los mineros
y luego de una breve charla con los dirigentes del contingente comenzó
a repartir la comida. "Platos no tenemos", dice un señor antes de
desaparecer en uno de los camiones. "Sí, pues", confirma don Carlos,
"hemos ido por allá arriba (a la zona comercial del centro paceño)
a comprar bolsitas".
Cuando las bolsitas se acaban, los mineros van en busca
de otros recipientes. Uno llega con cuatro envases de refresco, sacados
de un montón de basura, que lavan y cortan para hacer cuencos. Uno
de los jilacatas, cuyo poncho es verde brillante, se acerca con
su plato lleno, pero antes de comenzar a comer empieza a hablar
en aimara con suavidad y la mirada fija. Sus compañeros traducen:
"Dile a tu compañero que me preste su cámara. Foto le he
de sacar yo ahora para que sienta", y luego de otras palabras incomprensibles
eleva al lente su comida y consiente orgulloso: "Sácame foto. ¿Por
qué su poncho es de color tan vivo? Soy comisario. O sea que yo
estoy a cargo de una fiesta en mi pueblo, allá por Huanuni. Somos
mineros todos, y tenemos llamitas... por eso, pues, no traigo yo chicote".
Detrás de la cola de la comida aparece un hombre
con las piernas deformes. Tiene aspecto de ser una de los cientos de personas
que en La Paz y El Alto viven de revisar y reciclar la basura. Trae un
saco rojo en las manos y se acerca a los mineros que ya ocupan uno de los
camiones: "Oyes, haceme el favor... ¿mujeres?" Luego de unos instantes
de desconcierto, el hombre comienza a sacar raídas blusas y algunas
polleras del saco, que pasan de sus manos a los mineros.
"Ni olvido ni venganza. Justicia"
El día después de la revuelta popular es
de paz y rencuentros, de comercio y de juego para las decenas de niños
que corretean en la Plaza Murillo. Luego de una semana intensa y trágica,
las bancas están llenas de gente que conversa, intercambia sus experiencias,
y de cuando en cuando deja caer algunos granos de maíz a las palomas.
Las barricadas que había en las esquinas han desaparecido. Y en
el Palacio Quemado, mote singular de la sede del Poder Ejecutivo, las cosas
parecen haber vuelto a la normalidad. Los miembros del Batallón
Colorados, cuerpo legendario que peleó la guerra del Pacífico,
cuando Bolivia perdió su franja marítima, han vuelto a sus
puestos como guardia presidencial de honor a las puertas del palacio: sus
vistosos uniformes rojos y los quepíes de otro tiempo más
recuerdan a un grupo de soldaditos de plomo... salvo que ahora el inquilino
ahí es nuevo, y en estos momentos sostiene un diálogo abierto
con la prensa internacional.
Hoy, el presidente Carlos Mesa Gisbert ha comenzado sus
actividades sin prisas. Su primer acto público como mandatario ha
sido en El Alto. A la una de la tarde, con el sol a plomo, el mandatario
ha asistido a un evento organizado por la Federación de Juntas Vecinales
(Fejuve). El programa consistió en dos discursos de los dirigentes
vecinales, un mensaje de mesa y una homilía en honor de los caídos.
En la avenida 6 de Marzo, donde está la sede de la Fejuve y donde
hace 10 días comenzaron los enfrentamientos entre la gente desarmada
y las fuerzas policiales y militares, se han reunido una vez más
miles de personas a esperar las palabras de un gobernante que, sin duda
con mucho derecho, sienten que han puesto ellos.
"El mejor homenaje que el Estado boliviano puede hacer
a las víctimas es un compromiso por la defensa de los derechos humanos,
es el cumplimiento de un compromiso no sólo de indemnización,
sino de justicias", señaló el presidente Mesa, lo cual le
valió una de las tres ovaciones que recibió de los alteños.
Ovaciones mezcladas con gritos exigiendo que castigue al ex presidente
y a sus ministros, ovaciones mezcladas con llanto por parte de muchas mujeres
ataviadas de negro: negras polleras, negras mantillas y negros sombreros
"borsalinos" ladeados a la derecha. Una de ellas secaba el llanto mientras
hablaba bajito, se dirigía a Carlos Mesa: "Vas a castigar a ese
perro del Goni, quien ha matado a mi hijito. Lo han matado en la
tranca (en la carretera que llega del lago Titicaca). Buenito era". Y el
presidente pareció escucharla, porque en ese momento terminó
esa parte de su discurso diciendo: "Ni olvido ni venganza. Justicia".
Luego de la misa, en la que Mesa comulgó para hacer
muestra no sólo de su fe, sino para acompañar a los deudos,
la gente esperó atenta su regreso a palacio y acercó decidida
las manos para estrechar la suya, para tocar sus hombros pidiendo atención
a una urbe que ha sido relegada por los anteriores gobiernos. El presidente
se dejó hacer por la gente, trató de esbozar una sonrisa,
y subió a la camioneta que lo esperaba.
Esta tarde, Carlos Mesa recibió la visita de Jaime
Solares. El líder de la COB ofreció su respaldo al nuevo
gobierno, "siempre que pelee enérgicamente contra la corrupción,
porque no olvidemos que este punto le ha hecho mucho daño al país".
Después de la reunión, Solares, un minero con formación
trotskista que viste sencillamente, se alejó solo entre la gente
que circulaba sin prisas. Caminó la peatonal calle Comercio, que
une el centro con la Plaza de San Francisco, como una persona más,
y se acercó al contingente de cooperativistas mineros que consumían
el solidario refrigerio de fideos. Luego de desearles buen viaje de retorno
y de refrendar su voluntad de seguir peleando, se dirigió a pie
hasta la sede de la COB, dos cuadras más arriba.
Poco antes del anochecer, muchos comercios estaban abiertos.
Los quioscos ofrecían sus mercaderías y algunos cafés
estaban ya poblados de turistas. El transporte público se ha restablecido
y los músicos de la calle se encuentran de nuevo en sus puestos
en El Prado, parte del eje troncal que cruza la ciudad. Y mientras la gente
trata de reorganizar su vida cotidiana, el presidente intenta rehacer el
Poder Ejecutivo, lucha por conformar un gabinete de figuras independientes,
algunas de las cuales no se deciden a acompañarlo en la tarea de
gobernar este país. O como dijo un vecino de El Alto a la gente
de su cuadra luego del acto en la Fejuve: "Duro ha estado. Pero se fue
el Goni. Ahora que lo enjuicien. Nomás eso haría falta.
El Mesa tiene que gobernar para nosotros (...) o no sé qué
haremos para que esto se cambie de una vez para siempre".
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