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México D.F. Jueves 16 de octubre de 2003

Angel Guerra Cabrera

Bolivia: el derecho a la rebelión

La cruel e injustificable represión del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada (Goni) contra el pueblo boliviano ha minado su escasa legitimidad, colocándolo en la nómina de los más inmisericordes verdugos del continente. Sólo en el tiempo que va de las multitudinarias protestas contra el paquetazo fiscal decretado en febrero pasado, a solicitud del FMI, a la insurrección actual contra la bochornosa entrega del gas al consorcio Pacific LNG (coalición de capitales estadunidenses, británicos y españoles, que recuerda la que ocupa Irak) casi un centenar de personas han perdido la vida y varios cientos han resultado heridas por disparos de los militares, incluyendo los francotiradores expresamente entrenados por asesores estadunidenses para cazar civiles inconformes.

Con la sangre del pueblo aún fresca en los adoquines de El Alto y de La Paz, Bush llama "amigo" a Goni -quien no vacila en derramarla con tal de servir al imperio- y entona loas a su labor por la futura "prosperidad" de los bolivianos. El merecedor de las zalamerías de Bush es el mismísimo artífice de la marginalización y empobrecimiento inauditos de los habitantes de un país que ya ocupaba el primer lugar en América del Sur por sus índices de pobreza y marginación. Muy en el estilo Enron -predilecto de Bush y los suyos- Goni y sus compinches se han embolsado las jugosas comisiones de las trasnacionales por la venta de garage de los recursos de la nación y hasta alguna que otra mina o latifundio sobrante en la piñata neoliberal.

Esa corrupción sin límites es uno de los detonadores de la pujante rebelión boliviana y una de las causas de la casi unánime exigencia de que se vaya Sánchez de Lozada. Es muy difícil imaginar que permanezca en el cargo contra la voluntad de un pueblo alzado y sólo con el apoyo de Bush y de los grandes empresarios de Santa Cruz. El ejército, como anteriormente la policía, da señales -sobre todo entre conscriptos- de inconformidad con la infame misión de masacrar a sus compatriotas y podría dividirse si persiste la saña represiva. Además, es muy difícil que otra administración en Bolivia logre gobernar por las buenas, si no acata las aspiraciones de soberanía, justicia social y reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios que exige la multitud movilizada.

Por eso Washington prepara la aplicación a Bolivia de la farisaicamente llamada Carta Democrática de la OEA, en caso, muy probable y al parecer inminente, de que Goni tenga que tomar las de Villadiego o de que la salida a la grave crisis política no sea de su agrado. En esa circunstancia, Bush usaría a la inefable OEA como instrumento que sancione, aísle diplomáticamente y estigmatice al gobierno que eventualmente surja del levantamiento popular. Y es que Washington teme la reversión definitiva de las políticas imperialistas de liberalización económica que podrían provocar un movimiento de transformación social en el mismo corazón de América del Sur, sustentado en la alta conciencia política y experiencia de lucha de los indígenas, obreros, campesinos, desempleados y estudiantes bolivianos.

La Carta Democrática de la OEA es un intento por vacunar a la seudodemocracia neoliberal, asentada en el poder mediático y de los señores del dinero, contra la irrupción de grandes movimientos populares que sí instaurarían una democracia que merezca ese nombre. Es un proyecto para criminalizar la inconformidad social, acusando de terrorista -como se hace con la guerrilla campesina en Colombia, las resistencias palestina e iraquí o con la izquierda política vasca- a todo el que se oponga al ya intolerable estado de cosas regido por el denominado Consenso de Washington. Es también un tramposo fundamento "jurídico" con que justificar nuevas intervenciones militares, contando con ejércitos cipayos, como los centroamericanos que sirven de carne de cañón a Washington en la ocupación de Irak.

El desprestigio de la OEA era ya antológico sin la "Carta", documento que pretende pisotear el sagrado principio de los pueblos a rebelarse contra sus opresores, hace siglos consagrado en las ideas políticas y el derecho. Principio, sí señor, reconocido en los textos fundacionales del liberalismo capitalista, como está expresado muy claramente en John Locke y en varios escritos constitucionales de América Latina.

Bush probablemente no recuerde, si es que alguna vez lo leyó, este párrafo de la Declaración de los padres fundadores de su país: "... todos los hombres nacen iguales (...) a todos les confiere su Creador ciertos derechos inalienables (...) la vida, la libertad y la consecución de la felicidad (...) para asegurar estos derechos se instituyen (...) gobiernos cuyos justos poderes derivan del consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno tienda a destruir esos fines, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno."

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