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México D.F. Jueves 16 de octubre de 2003

Adolfo Sánchez Rebolledo

Confusión política postautoritaria

Hay en la política nacional una especie de fragmentación que hace ininteligible la conducta de los partidos. No hay coherencia entre lo que dicen y lo que hacen y, peor, sus dirigentes y parlamentarios emiten posturas diametralmente opuestas en torno a temas sustantivos para el país. Y no se diga que se trata de una estimulante diversidad que viene a enriquecer la deliberación nacional, pues lo que se observa es confusión, carencia de una reflexión colectiva capaz de trazar directrices comunes. El PRI, por ejemplo, no ha dejado de quejarse contra el gobierno por el descubrimiento del Pemexgate, pero en materias que trascienden la barandilla los líderes del viejo tricolor piden a gritos una alianza con el Presidente para pasar las reformas, sobre todo la eléctrica, que en sus líneas fundamentales ya tienen bien cocinada no obstante la resistencia de la mayoría de sus senadores, que son los únicos que han hecho explícita una posición al respecto. Con todo, el acercamiento entre ambos partidos es un hecho, mal que les pese a muchos panistas de fila, desengañados porque la victoria de Fox no fue el fin de la hegemonía priísta. Pero eso es lo que ocurre.

Las recientes elecciones confirmaron que el PRI sigue siendo el partido más votado y el único que puede garantizar el éxito de las reformas que continúan las que en su momento realizaron De la Madrid, Salinas y Zedillo, con el apoyo, claro está, del PAN. Está por verse si la correlación de fuerzas interna favorece o no la impugnación de las reformas, pero es obvio que la discusión está estrechamente vinculada con el modo cómo el propio partido concibe su papel en la sociedad actual y define sus prioridades estratégicas, asuntos que no son nuevos ni exclusivos, por cierto. Por lo pronto, los líderes del PRI, seguros de que el intercambio de favores es un enorme escalón en la carrera presidencial, se dejan querer y aprovechan debilidades cuando la incapacidad del panismo para hacer política, si no es en y desde la leal oposición, siempre a la sombra, al fin protectora, de un árbol que no lo deja crecer.

Los jefes del PRI requieren ganar de nuevo el respaldo de los grupos de poder nacional y extranjero que en su momento los abandonaron para empujar el experimento de la alternancia, y es a ellos a quienes dedican sus mejores argumentos y sonrisas, aunque les estorban los documentos básicos, el conjunto de principios que ya se consideran prescritos donde aún se defiende la propiedad de la nación en materia eléctrica y, en general, una concepción de matriz nacionalista que en la óptica dominante ya no corresponde a la realidad de México y el mundo. Por eso el PRI no puede salir del atolladero sin plantearse una discusión más seria que no se agota en las interpretaciones de la ley y la Constitución.

Vicente Fox, ya se sabe, consiguió desbancar al PRI de la Presidencia, pero una vez ganado ese objetivo se quedó con las manos vacías, sin discurso propio, sin saber qué hacer con el gobierno de la República. No extraña que ahora pretenda abandonar los delirios de la campaña y vuelva a la práctica conocida del panismo: al programa que, según ellos, el reformismo salinista les había "robado", a saber, el de la modernización capitalista de la economía que se contradice en todo al criticismo papal contra el neoliberalismo y otros artificios ideológicos creados por la derecha para lavarse la cara.

La izquierda tampoco está al margen de indefiniciones. Lejos de ofrecer alternativas dignas de crédito a las posturas de los otros grandes partidos, va un poco a la cola de los acontecimientos, corrigiéndole la plana a los demás, pero sin desplegar una visión nueva, creíble y aplicable sobre qué es lo que México requiere para avanzar. No tiene una voz fuerte en la cuestión de las reformas, pero tampoco se le ve, digamos, como eje de una política contra la desigualdad y la pobreza, en el sentido que Lula impulsa para Brasil.

También en el PRD todo parece condicionado a 2006, a la previsible pugna interna que no se ha logrado conciliar. Bien haría el perredismo en aprender de la lección de Fox que ganó las elecciones y ahora no sabe qué hacer con el gobierno. Si a algún partido se le puede exigir un proyecto para el presente y el futuro es al que representa a la izquierda. Pero no hay tal.

En otros asuntos, los hechos confirman esta "desestructuración" de la vida política, la carencia de objetivos de Estado de los partidos principales. Véase al respecto la increíble superficialidad con que asumieron el tema de las sanciones impuestas por el IFE a causa de las irregularidades originadas en el caso Amigos de Fox. A pesar de la estridencia de algunas intervenciones, tal pareciera que se trataba sólo de utilizar el tema como excusa para dirimir otras cuestiones intra o interpartidistas, siempre de cara a la sucesión de 2006, a la renovación del órgano directivo del propio instituto o a la agenda personal de varios consejeros y representantes.

En fin, la política nacional postautoritaria no ha conseguido remontar antiguos vicios ni debilidades, como el gusto por la grilla, el antintelectualismo y, ahora, la rendición absoluta al poder mediático. Hemos cambiado, y mucho, las reglas del juego, pero la cultura democrática aún es un proyecto lejano. La legalidad es todavía un hecho difuso en la mentalidad partidista que sólo se reconoce en el poder.

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