México D.F. Domingo 5 de octubre de 2003
MAR DE HISTORIAS
La espera sin fin
Cristina Pacheco
Ayer me desperté a la hora de costumbre, pero no sentí ganas de levantarme. No estaba enferma, simplemente se me antojó quedarme en la cama oyendo el aleteo de las palomas. Todos los días, a las siete, abandonan los campanarios y vienen a posarse en los cables de la luz. Se quedan inmóviles hasta que Raquelito sale y distribuye los bebederos y los platos llenos de alimento.
Tuve una ocurrencia: Ƒesas palomas serían las mismas que vi la mañana en que llegué a trabajar a esta casa? Imposible. Las actuales deben ser descendientes de las que oí en febrero de 1962; sin embargo, yo continúo atendiendo a los mismos catorce viejos que conocí cuando Micaela me cedió su puesto en la casa.
Antes de vivir aquí, todas las mañanas, de camino a la tienda donde era dependienta, me quedaba mirando la fachada y los balcones, que hasta la fecha son como jardines de hierro, preguntándome qué habría más allá. Encontré la oportunidad de saberlo cuando descubrí un letrero sobre la puerta: "Se solicita conserje temporal".
Sin pensarlo toqué el timbre. Me recibió Micaela. Comprendió el motivo de mi visita y no me hizo preguntas, sólo habló: "Llevo nueve años aquí. En todo este tiempo ni una sola vez he ido a visitar a mi familia: vive en Zacapu. Quiero verla, pero no puedo si no encuentro alguien que atienda a los huéspedes".
Le pregunté cuánto tiempo pensaba quedarse en Zacapu. "Para que valga la pena el viaje, por lo menos un mes". Le dije que no podía sustituirla porque mi patrón no iba a permitirme faltar cuatro semanas. Micaela me preguntó cuánto ganaba. Se lo dije y prometió doblarme el sueldo con tal de que la sustituyera. Pensé en otro obstáculo: "Cuando usted regrese, me quedaré sin trabajo".
Micaela dijo que eso no ocurriría. Su tono seguro me convenció.
Le pedí que me dijera cuáles serían mis obligaciones: "La más importante es que vivas aquí. Los inquilinos son muy viejos. Necesitan alguien que cocine, atienda la puerta, revise el correo. En cuanto al gasto no te preocupes, lo da doña Raquel".
Sonaba muy fácil y además me encantó la idea de salirme del cuarto de azotea para vivir en una mansión, aunque fuera por tan corto tiempo. "Te espero mañana a las ocho para presentarte a los inquilinos y entregarte las llaves". Oí risas, murmullos y puertas que se cerraban. Micaela se me acercó: "ƑTe diste cuenta? Estaban escuchándonos. Son tremendos".
A la mañana siguiente comprendí que Micaela se había referido a los catorce huéspedes: Raquel, Encarnación, Porfiria, Fausto, Martina, Joaquín, Estanislao, Quirino, Reina, Clodomiro, Teresa, Altagracia, Esperanza y Donaciano. Los encontré en el comedor. Me saludaron como niños que dan la bienvenida a su maestra. Micaela solicitó su atención: "Ella es Etelvina. Se quedará con ustedes mientras regreso. Ya sabe sus obligaciones".
Los viejos se volvieron hacia Calixto -un hombre alto y hermoso, vestido de overol y camisa blanca- y él tomó la palabra: "Sería conveniente mostrarle el retrato de don José Reygadas porque si él llega y ella no lo conoce, puede que no lo deje entrar. Entonces quedaremos en las mismas y quién sabe hasta cuándo".
Pregunté a Micaela a quién se referían. "Al dueño de esta casa. Don José puede llegar de un momento a otro. Por eso hay que tenerlo todo muy limpio, en especial la escalera de mármol". No pude preguntarle nada más porque se fue a la cocina.
Sola, me sentía cohibida ante la mirada y el silencio de los huéspedes. Esperaban algo de mí, pero no sabía qué. Don Calixto me ayudó a superar el momento. Levantó la mano y se presentó: "Calixto Godínez, nacido en Guanajuato y lechero de toda la vida". Después de él hablaron los demás.
Micaela regresó con las jarras humeantes. Mientras desayunábamos, comentó algunos sucesos memorables de su estancia en la casa: "Doña Porfiria, Ƒse acuerda del día que bajó a la sala muy bañada, envuelta en su sábana y ya lista para irse?" Las risas de los viejos ahogaron su respuesta. Micaela siguió: "Y qué me dice Quirino de la noche que tiró desde el balcón toda su ropa. Pobrecito: pensaba que ya no iba a necesitarla".
Raquelito se volvió a mirarlo provocativa: "ƑQué dijo? El dueño de la casa ya llegó, ya puedo irme". Esperanza se dirigió a mí. "En la mañana, cuando Quirino salió a buscar su ropa, no la encontró. Don Clodomiro tuvo que prestarle unos pantalones". Altagracia defendió a Quirino: "Pero se los regresó y limpiecitos. Me consta porque yo los lavé".
Las carcajadas cesaron cuando Micaela anunció su partida: "Me voy tranquila porque los dejo en buenas manos. El tiempo pasa muy rápido. En un abrir y cerrar de ojos estaremos desayunando otra vez juntos". Oí un gemido. Era Altagracia. Reina, que estaba junto a ella, la abrazó: "No se desespere. Vendrá, tiene que hacerlo. Entonces usted y todos nosotros podremos descansar". Joaquín la interrumpió: "šAl fin!" Micaela me tomó por los hombros: "Vamos para que subas tus cosas y te enseñe el cuarto". Don Calixto se acercó: "El retrato, no se le olvide".
El lugar donde iba a vivir era más bien un departamento con baño y cocinita. Martina puso a mi disposición la ropa de cama guardada en una petaquilla y me entregó un manojo de llaves. Cuando las recibí me apretó las manos: "Tengo que pedirle algo más: júreme que por ningún motivo dejará a estos viejos solos y que si me tardo un poquito, va a esperarme".
La despedida, a las once de la mañana, fue muy conmovedora. Los viejos abrazaron a Micaela y le pidieron que rogara a Dios por ellos, pero fui la única que la acompañó hasta el taxi que la esperaba. Cuando partió miré hacia los balcones. Los viejos estaban acodados, inmóviles como las palomas en los cables de luz.
Los primeros días fueron de mucho trabajo. Hasta el domingo no tuve tiempo de sacar mis cosas de la maleta. Cuando abrí el cajón del buró encontré la fotografía de un hombre muy elegante y en un ángulo una dedicatoria: "A mi ahijadita Raquel. De José Reygadas. Enero de 1921".
Esa noche, a la hora de la cena, mostré la foto y pregunté si era el dueño de la casa: Todos se volvieron a Raquelita y ella dijo:
"Mi padre siempre sirvió a la familia Reygadas. Cuando él murió, en 1917, don José -que luego fue mi padrino de bautizo- permitió que mi mamá viniera a trabajar y a vivir aquí conmigo. Yo acababa de cumplir once meses. Al fallecer mi mamacita, mi padrino decidió que yo ocupara su puesto. Llegó a tenerme tanta confianza que cuando se fue a París, en el año 37, me dejó cuidando la casa. Parece que lo oigo decirme: Acuérdate que no puedes abandonarle por ningún motivo. Cuando regrese quiero que me entregues buenas cuentas. Juré que lo haría.
"El administrador llegaba cada mes a traerme dinero y noticias de don José. Luego, como él también tuvo que viajar, me llevó al banco y autorizó que me dieran las mensualidades directamente. Un día en que don Calixto vino a entregarme la leche, le conté que para mí era muy difícil cuidar todo esto sola. Se ofreció a ayudarme y a cambio le permití quedarse en una de las habitaciones.
"Con el tiempo el dinero dejó de rendirme, subieron los impuestos y los precios de todo. Entonces decidí rentar los demás cuartos. Al principio los huéspedes, estas mismas personas que ves ahora, me pagaban con dinero, pero conforme se fueron haciendo viejos y ya no pudieron trabajar, les hice una oferta: "No les cobro nada, pero a cambio les pido que, si yo muero, ustedes se quedarán aquí para entregarle la casa a mi padrino, cuando vuelva."
Don Calixto la interrumpió: "Pero el hombre no viene y ya nos urge, Raquelito. Comprenda que necesitamos descansar". Quirino habló con voz muy suave: "Usté nos dijo que don José no tardaría y ya ve..." En ese momento recordé a Micaela y temí que no volviera a relevarme de mis obligaciones: no me equivoqué. Llevo cuarenta y un años asomada al balcón, los viejos muchos más: ellos esperan a don José, yo a Micaela.
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